baby-r seeger Cuando era adolescente padecí de una rara enfermedad que, según diagnóstico médico, me impediría tener hijos. Al casarme a los 27 años, no me atreví a manifestarle a mi esposo mi caso. Con el tiempo me detectaron una displasia en mi cuello uterino, de la cual sané, gracias al tratamiento médico adecuado.

Mi familia soñaba con tener nietos y sobrinos, pero un médico infertólogo me confirmó que sería difícil que yo llegara a ser madre y que los síntomas de embarazo a veces son de origen psicológico.

Salí de la consulta médica más triste que nunca. Sola en mi habitación, me arrodillé junto a la ventana y recordé el relato bíblico de Ana que llora pidiéndole a Dios un hijo. Esa noche lloré interminablemente, pero no cesé en mi oración.

Mi esposo sufría en silencio. Me di cuenta de que él también oraba.

Pasados muchos días de sufrimiento, comencé a sentirme mal y fui al médico. Le manifesté que pensaba estar embarazada. Después del examen, me dijo que los síntomas eran psicológicos. No obstante eso, me seguía sintiendo mal, a pesar de las muchas medicinas y exámenes soportados. Yo seguía sufriendo en silencio.

Un día hablé sobre mi estado con mi esposo. Él me invitó a orar juntos. Al terminar, me dijo: Tú estás embarazada. Me dio risa su afirmación. Dejamos de comprar la medicina porque era muy cara.

En una nueva visita al médico me hicieron una ultrasonografía. Antes de hacérmela, el médico me dio una amplia explicación de todo lo que me pasaba y del gran sufrimiento por estar esperando inútilmente un hijo. Yo lo escuchaba y me preguntaba: ¿Por qué me sucede esto precisamente a mí?

Al comenzar el examen, le dije al médico que yo pensaba que tenía algo malo. Después leí en su rostro un sobresalto desacostumbrado. Sonrió y me dijo: Ya sé lo que tiene. Giró el monitor y me indicó: Puede ver. Yo no lograba distinguir nada por mi angustia. Él exclamó: Tiene dos meses de embarazo. Casi me caigo del susto y de la alegría.

Experimentar un milagro en mi propia vida es una sensación rara. Mi esposo no estaba junto a mí, pues no quería saber nada de resultados, ya que eso le hacía daño.

Salí sin rumbo y finalmente llegué a casa de mis padres. Cuando entré, mi mamá me dijo: ¿Qué te pasa? Tenés la cara diferente. Al oír la noticia, casi se desmaya. Mi esposo pensó que lo estaba engañando una vez más. Mi mamá se echó a llorar.

Desde entonces mi vida cambió. Mi hija es un milagro. Al verla cada día, sé que Dios existe.

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