Era un vicio casi desconocido, aunque sólo fuera por lo insólito de la palabra: los chicos la aprendían de memoria en el catecismo y la olvidaban al cabo de un día, y para los adultos era una barbaridad. Pero hoy...
Hasta hace poco, ¿quién hablaba de acedia? Últimamente, basta con pinchar en cualquier buscador para darse cuenta de que, entre los vicios mortales, la desconocida acedia ha encontrado un nuevo y preocupante interés.
¿Qué es entonces la acedia? Para muchos es la negligencia, la indiferencia, la inestabilidad, el pesimismo, el desánimo, el aburrimiento, la indolencia, la pereza... y así sucesivamente.
Para Evagrius Ponticus -un monje del siglo IV- es la parálisis del alma: ¡el objetivo está conseguido! La persona perezosa es definitivamente una persona aburrida desde el momento en que abre los ojos por la mañana. Todo le pesa. Le falta algo en su interior que le haga sentirse vivo, interesado, disponible. La persona perezosa no es necesariamente una persona perezosa u ociosa. Ciertamente trabaja, pero como un colegial perezoso. Otras veces, como reacción a la fatiga de vivir, se lanza a un activismo exasperado. Sus agendas están siempre llenas de citas, compromisos y reuniones. Su teléfono móvil suena continuamente.
Hoy en día, hay muchos que viven apurados. ¿Son todos perezosos? Para averiguarlo, basta con apagar el ordenador y el móvil durante unas horas y estar a solas consigo mismo. Si la soledad les angustia y el silencio les asusta, esa agenda ocupada y ese teléfono móvil pegado a la oreja son signos evidentes de un alma perezosa.
Así que...
¿Qué es la acedia? Es una forma de vida perversa, y no es sólo un fenómeno actual. Siempre se ha hablado de él como un mal del alma. Sin embargo, hoy en día, si lo miramos con preocupación es porque ha afectado a la forma de vida de nuestras sociedades. Alguien ha escrito que es la “enfermedad del espíritu contemporáneo”; un “gas inadvertido en cada rincón de Occidente que contamina la atmósfera de nuestro tiempo”. ¿Por qué debemos ser perezosos hoy? Sin embargo, no somos ni perezosos ni ociosos; al contrario, estamos súper ocupados y somos protagonistas de mil situaciones. Este es exactamente el meollo del asunto. La pereza acecha en el frenesí de nuestro tiempo. “Nos esforzamos como locos por mostrar cada día nuevos intereses, muchos compromisos, un gran dinamismo; llenamos con mil nimiedades un recipiente que para muchos se ha ido vaciando lentamente: el corazón”. La pereza arraiga en una vida que se juega en la superficie, en el hacer y en el sobre hacer: tarde o temprano surge un vacío desde el interior: un vacío empapado de nada. ¿Cómo llenarlo? Este es el drama de muchas vidas. De ahí la multiplicación y la búsqueda de los compromisos.
El vacío te impacienta y te hace aborrecer todo lo que tienes y desear lo que no tienes. Y tú lo entiendes. Cuando el día siguiente es igual al anterior, empieza a pesar y aumenta el deseo de cambiar: no más del mismo trabajo que ya no satisface; no más de las relaciones y afectos de ayer que hoy ya no gratifican. Buscar alternativas es la obligación existencial del momento. En realidad, sólo es una muestra de la dificultad de soportar el peso de las responsabilidades, los compromisos y las labores de cada día. Y cuando, en la vida de un hombre o de una mujer, esta dificultad va acompañada de la amarga sensación de haberlo hecho todo un poco mal, entonces estallan las crisis profesionales, matrimoniales, vocacionales y, obviamente, existenciales. El fenómeno es tan generalizado que no es de extrañar que la acedia se sienta y sufra como el vicio de esta sociedad.
Signos
Hay básicamente dos signos típicos de estas sociedades envidiosas: la falta de interés en Dios y en la verdad, y la incapacidad de formar relaciones estables y duraderas.
La acedia tiende a ser un vicio “ateo”, en el sentido de que la falta de pasión por la vida ahoga también el deseo de Dios y de la verdad. Lo uno y lo otro van juntos. La indiferencia espiritual y el desinterés por Dios penetran en la vida de muchas personas. La verdad en sí misma es una perspectiva que no encuentra devotos, si acaso burla y escarnio. Para vivir, enseñan los maestros del pensamiento débil, basta con las propias opiniones.
El otro signo es la facilidad con la que las relaciones “eternas”, las amistades y los amores se desvanecen en un corto espacio de tiempo. ¿Qué debemos hacer cuando las relaciones se vuelven tediosas y frustrantes, si no es buscar nuevas y más intensas gratificaciones en otra parte? ¿Pero dónde más? Dramática y desconcertante es la experiencia de muchos jóvenes que, para no ahogarse en el aburrimiento de lunes a viernes, se sumergen en el subidón de los sábados por la noche y en las emociones fuertes.
¿Se puede vencer?
Si puedes. Las sugerencias no faltan: no te sorprendas de tus límites y fracasos; dale sentido a todo lo que haces; no pospongas la toma de decisiones; asume la responsabilidad y, sobre todo, en tiempos en los que todo es negro y está para tirar, incluido tú mismo, no cedas a la tentación de ponerlo todo en juego tomando decisiones drásticas.
Las anteriores son sugerencias sabias, pero para reiniciar el motor de la vida debemos convencernos de que no estamos en este mundo por casualidad. Todo hombre y toda mujer lleva dentro una vocación, una llamada a la vida. Uno lo descubre dentro de sí mismo si sabe escucharlo. Seguirla es encontrar el camino de la vida; es salir de la propia soledad e insatisfacción; es descubrir en los demás y con los demás a Aquel que llena el corazón y da sentido al presente y al futuro: Dios.
Sólo aterrizando en Él se vive la vida. Esta es la verdad que San Agustín experimentó de primera mano: “Dios nos ha hecho para Él, y nuestro corazón está inquieto hasta que encuentra descanso en Él”.