La libertad debe ser entendida como poder de descubrir y reconocer el Bien y las normas correctas de conducta; y no como poder individual para decidir yo lo que es bueno y lo que es malo. La sociedad contemporánea ha descendido muy abajo en la problemática moral. Dicha problemática se puede expresar con estas preguntas:

1- La realidad que vemos a nuestro derredor,
a) ¿es producto de nuestra imaginación o, por el contrario,
b) esa realidad existe realmente y nuestro pensamiento no puede negarla, sino que debe aceptarla como es?
En el primer caso el ser humano viviría en un mundo irreal, imaginario.

2- a) ¿Es la razón humana la que define lo que es bueno y lo que es malo o, por el contrario,
b) existen cosas buenas de por sí y la razón humana debe reconocer lo que de por sí está bien?
La primera opinión excluye cualquier ley que no coincida con la de uno mismo. Yo soy la ley.

3- El ser humano, a) ¿puede entenderse a sí mismo por su propia cuenta o, por el contrario,
b) la clave para que el hombre entienda el sentido de su paso por esta tierra está en su relación con Dios?

4- a) ¿Debe concebirse el mal como rechazo de Dios o, por el contrario, o
b) todo se reduce a la injusticia social que debe sanarse mediante el compromiso político?

La Iglesia no puede callar cuando son numerosos los que hoy, ante tantas opiniones contrarias difundidas ampliamente, se preguntan qué es lo correcto.

Existe un Dios, y un plan para la Historia. Y el centro de esa Historia e Jesucristo.
El Nuevo Testamento afirma claramente que la creación ha tenido lugar por Cristo y para Cristo (Jn 1,5; Col 1,16-17; Hb 1,2-3). En sus enseñanzas encontramos la norma suprema e inmutable de la verdad puesto que dijo: “Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no caminará en tinieblas” (Jn 8,12).

Hoy, algunos piensan que en la Biblia es algo ya superado.
Pero nosotros creemos firmemente que la Revelación de Dios ha tenido lugar por la predicación los Apóstoles, los cuales han estado en contacto con el Padre, que se les hizo visible en Cristo (“Quien me ve a mí ve a mi Padre”, Jn 14,9). Por eso su predicación es el testimonio absolutamente insuperable de la Verdad y de la Ley justa. La predicación apostólica es la norma de fe y de vida para los cristianos. Esa predicación apostólica permanece en la Iglesia, que está guiada por el Espíritu Santo.

La permanencia del depósito de la fe en la Iglesia está asegurada por la sucesión apostólica (sacramento del Orden), a quien ha sido confiado también el cometido de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o transmitida oralmente.

La conciencia y la libertad del creyente encuentran en Cristo, tal como es anunciado por la Iglesia, su propia norma de vida. La libertad debe ser entendida como poder de descubrir y reconocer el Bien y las normas correctas de conducta; y no como poder individual para decidir yo lo que es bueno y lo que es malo. O cambiar todo lo que no me agrada.

Cristo ha instituido su Iglesia como “columna y sostén de la verdad” (1Tm 3,15). Con la asistencia del Espíritu Santo, la Iglesia conserva y transmite sin error las verdades del orden moral e interpreta auténticamente la Palabra de Dios.

Hacer de las normas morales algo que está a merced del sujeto humano, es negar la Creación y la Encarnación de Dios dentro de la historia. Cuando prescindimos de la Iglesia estamos condenados a buscar la verdad a tientas en medio de la oscuridad.

La narración bíblica del pecado original puede entenderse como un género literario particular, pero no es un mito.

Pero la realidad es que el hombre, en cuanto creado libremente, ha recibido una ley de Dios inscrita en su propia conciencia para que pueda conseguir su fin propio, que es el mismo Dios. El hombre disfruta de una libertad de elección incluso ante Dios, y esta opción es el acto más decisivo para su destino último. Por cierto, un destino muy diferente según escoja a Dios como su último fin o se escoja a sí mismo, apartado de Dios.

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