Cuando uno se siente aplastado por el dolor o los sufrimientos, encuentra alivio y consuelo al meditar el sentido de la Pasión de Jesús. En este misterioso canto del Antiguo Testamento, el Espíritu Santo nos enseña que el justo puede sufrir por la salvación de otros. Ese justo, al final tendrá un triunfo enorme: “Mirad, mi siervo triunfará, será ensalzado, enaltecido y encumbrado. Como muchos se horrorizaron de él -tan desfigurado estaba, que no tenía aspecto de hombre ni apariencia de ser humano- así asombrará a muchas naciones.” (Is 52,13).

El motivo de este triunfo es que ha sabido llevar bien sus dolores, físicos y morales -desprecio, incomprensión, soledad. Unos padecimientos tan tremendos que apenas se puede creer que alguien en esa situación los pueda superar y alcanzar: “No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga nuestra mirada, ni belleza que nos agrade en él. Despreciado y rechazado de los hombres, varón de dolores y experimentado en el sufrimiento; como de quien se oculta el rostro, despreciado, ni le tuvimos en cuenta. Pero él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado, herido de Dios y humillado” (Is 53,1-4).

Sin embargo, a pesar de los desprecios y las burlas, el Siervo acoge el dolor sin quejarse y sabe ofrecer sus padecimientos por los demás: “Él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo, precio de nuestra paz, cayó sobre él, y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, cada uno seguía su propio camino, mientras el Señor cargaba sobre él la culpa de todos nosotros. Fue maltratado, y él se dejó humillar, y no abrió su boca. Por arresto y juicio fue arrebatado. De su linaje ¿Quién se ocupará? Pues fue arrancado de a tierra de la vida, fue herido de muerte por el pecado de mi pueblo. Su sepulcro fue puesto entre los impíos, y su tumba entre los malvados, aunque él no cometió violencia ni hubo mentira en su boca. Dispuso el Señor quebrantarlo con dolencias. Puesto que dio su vida en expiación” (Is 53,5-10).

Por eso, su triunfo será muy grande, como había sido anunciado desde el principio. Recibirá una gran recompensa de Dios por todo el bien que ha hecho a los demás gracias a su aceptación del sufrimiento: “Verá descendencia, alargará los días y, por su mano, el designio del Señor prosperará. Por el esfuerzo de su alma verá la luz, se saciará de su conocimiento. El justo, mi siervo, justificará a muchos y cargará con sus culpas. Por eso, le daré muchedumbres como heredad, y repartirá el botín con los fuertes; porque ofreció su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, llevó los pecados de las muchedumbres e intercede por los pecadores” (Is 53,10b-12).

Jesús explica que el Mesías ha de padecer

Jesús sabía cómo tendría que llevar a cabo su misión, y también la desorientación que acerca de la tarea del Mesías había entre sus oyentes y entre sus propios discípulos. Por eso a partir de la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16), “comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día” (Mt 16,21).

Es decir, una vez que certifica que la respuesta de Pedro es la certera, explica que no deben aguardar una manifestación gloriosa de su mesianismo, sino que en él se cumpliría lo que estaba profetizado en el cuarto Canto del Siervo: que, para alcanzar la gloria de la resurrección, antes tenía que pasar por la humillación y el sufrimiento de la pasión. San Juan nos explica que “aunque había hecho Jesús tantos signos delante de ellos, no creían en él, de modo que se cumplieran las palabras que dijo el profeta Isaías: Señor, ¿Quién dio crédito a nuestro anuncio?” (Jn 12,37).

El sentido del sufrimiento

El cuarto cántico del Siervo puede considerarse como una de las más detalladas profecías de la Pasión. Por eso, cuando uno se siente aplastado por el dolor o los sufrimientos, encuentra alivio y consuelo al meditar el sentido de la Pasión de Jesús con la ayuda de la descripción profética del libro de Isaías: “No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada” (Is 53,2-2).

Al ver cómo sufre el mismo hijo de Dios hecho hombre, al mirar a Aquél que es todo bondad, dulzura, comprensión y amor ilimitado, que experimenta en su carne penalidades mucho mayores que las que nosotros podemos padecer, es posible comprender que el dolor no es un castigo divino, sino una oportunidad que Dios proporciona a quienes ama, como a su propio Hijo, para que enfrenten el mal que hay en el mundo y traigan el perdón y la paz a todos los hombres.

El Evangelio narra la escena impresionante que aconteció en el Calvario cuando Jesús estaba clavado en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27,45-46). La salvación, el perdón de nuestros pecados conseguido mediante toda su amorosa entrega en la Pasión hasta llegar al último momento de la agonía, es la respuesta definitiva a ese grito de todo hombre que se ve abatido por el dolor. La aceptación del dolor con fe, paciencia y por amor, misteriosamente sirve para mucho.

Jesús culminó su obra entregando su vida, por amor, hasta las últimas consecuencias. Poco antes de expiar dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y también: “Todo está consumado”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

 

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