La misericordia es un regalo, no una excusa para pecar. / Fotografía por: bialasiewicz En el paraíso terrenal todo estaba en orden, equilibrio y bonanza. El ser humano creado a imagen y semejanza de Dios: con inteligencia, libertad, capacidad para amar y para relacionarse tú a tú con Dios.

Había relaciones armónicas entre Adán y Eva, entre ambos y Dios. Relación de armonía de ellos dos entre sí. Relación armónica de cada quién consigo mismo. Y relaciones armónicas con la naturaleza. Eso es lo que se llama un paraíso. Vio Dios lo que había hecho y vio que todo era muy bueno.

Todo invitaba a la acción de gracias a la adoración.

Pero nuestros primeros padres no superaron la tentación de abusar de su libertad. El maligno se encargó de ilusionarlos. ¿Qué les impedía hacer lo que les diera la gana? ¡Wau! Había que explorar esa posibilidad. Y se olvidaron de un detalle: en el fondo seguían siendo criaturas limitadas.

Solo Dios es Dios y Él no solo crea el ser desde la nada, sino que sostiene en el ser lo que ha creado. Por lo tanto, separarse de Dios implica volver a la nada. Separarse de Dios, que es la Vida, implica abocarse a la muerte.

El pecado introdujo el desorden total: muerte, sufrimiento y desequilibrio. El pecado introdujo el caos. Introdujo el mal. Es lo que lógicamente corresponde al alejamiento de Dios. El maligno lo sabía. Adán y Eva estaban advertidos.

Perdimos el paraíso y dimos origen a este valle de lágrimas que conocemos. Es nuestra obra.

Nada raro que el desastre sea espantoso. ¿Qué podíamos esperar, habiéndonos alejado de Dios? ¿No debía salpicarnos el mal? Todo tipo de mal: La muerte, los abusos sobre débiles e inocentes, guerras, genocidios, torturas, hambrunas, traiciones, homicidios (incluyendo los abortos), todo tipo de violencias, mentiras, corrupción, catástrofes naturales...

Todo ello tiene origen en el pecado. No es algo que Dios haya querido. Y, si Dios no impide el mal, es porque respeta nuestras opciones libres. Nos ha creado libres y no puede desdecirse. Lógicamente, permite que experimentemos las consecuencias negativas de nuestras acciones irresponsables. Y, como sucede con el mal, las consecuencias negativas de personas irresponsables afectan también a personas inocentes.

Pero conocemos también la reacción amorosa de Dios ante tanto desastre y sufrimiento: la redención de esta humanidad por la muerte de Jesucristo y su victoria sobre el mal con la resurrección.

La misericordia divina no ha sido bien comprendida. En lugar de apreciar el infinito amor divino, se interpreta como si el pecado no fuera algo tan grave. No parece preocuparnos demasiado. Permanecemos indiferentes. Hemos perdido el sentido del pecado.

Se nos olvida que ha sido necesario pagar un alto precio de rescate, quién es el que ha pagado por nosotros y cuanto le ha costado.

La verdadera gravedad del pecado viene medida por dos cosas:
a) Por el desastre causado en la historia a todo nivel en la humanidad y en el universo.
b) Por el precio que Jesucristo ha pagado por nuestro rescate y rehabilitación.

Pensémoslo: si el pecado no fuera tan grave ¿hubiera tenido que morir Jesucristo, siendo quien es, para evitarnos la condenación eterna?

La gravedad del pecado y, simultáneamente, la inimaginable calidad del amor de Dios queda demostrado por la sangre de Jesucristo.

Y Dios solo pide a cambio un mínimo de correspondencia, un amén, un ‘lo siento’, un ‘gracias’. Pide que recapacitemos desde el fondo al que hemos llegado. Como hizo el hijo pródigo cuando tomó la decisión inteligente.

Dios pide que volvamos a casa; que volvamos a Él, el Padre.

Pide que reconozcamos que tenemos necesidad de Él; que reconozcamos que Él tenía razón.

Si tomamos el pecado a la ligera, si no lo tomamos en serio, entonces tomamos a la ligera la cruz de Cristo. No tomamos en serio el amor misericordioso de Dios. En lugar de aprovechar su misericordia, abusamos de ella. Somos ingratos. Es justo que tengamos que, como personas responsables, rendir cuentas. Seamos serios. Seamos claros.

En la carta a los Hebreos 12,4 leemos: “Todavía no han llegado a derramar su sangre en la lucha contra el pecado”. Si debemos estar dispuestos a derramar nuestra sangre, en nuestra lucha contra el pecado, es porque comprendemos que el pecado es no solo un mal, sino el mal radical, el peor de los males posibles. De hecho, los mártires y los santos prefirieron morir antes que pecar.

Artículos relacionados:

Compartir