El arte del buen vivir descansa en nuestra capacidad de entregar la vida para que otros vivan Jesús narra una miniparábola sobre aquel hombre exitoso que logró acumular tantas riquezas que decidió darse la gran vida. Se dijo: Ya tienes suficiente para vivir muchos años. Come, bebe, diviértete y disfruta de la vida lo más que puedas. Pero Dios le dijo: Qué tonto eres.

Ese tipo de tontos abunda. Vivir con miopía egoísta es el mayor fracaso existencial. Desde el punto de vista de Jesús el arte de vivir descansa en nuestra capacidad de entregar la vida para que otros vivan. A eso se le llama amor. Él lo supo hacer a fondo.

Nos dice también el Señor Jesús: He venido para que ustedes tengan vida, y abundante. No la vida mezquina del egoísta, sino la vida que hace vivir a quienes nos rodean.

En su afán por proponernos un estilo de vida saludable, Jesús diseñó para sus seguidores un programa de vida en clave de felicidad. Esas son las bienaventuranzas. Un elenco de opciones vitales destinadas a enriquecer sin límite nuestra pequeña existencia,

Cada una de las propuestas de Jesús viene encabezada con el término “bienaventurado”. En nuestro lenguaje ordinario esa palabra no nos dice mucho. Su verdadero alcance se comprende mejor con términos equivalentes como “dichoso” o “feliz”.

Y aquí podemos sacar una primera conclusión: Jesús no viene a proponer una visión reductiva de la vida. Algo así como si seguir a Jesús fuera una limitante para las alegrías de la vida. O que el buen vivir estaría vedado a los cristianos. Que ser cristiano implica una vida tristona, de horizonte estrecho.

“Dichosos los pobres”. Es quizá la propuesta más desconcertante que Jesús nos plantea. ¿Acaso hay alegría en vivir en la pobreza? En realidad, no se trata de indigencia. Más bien, es la condena de la avaricia, de la obsesión por acumular bienes terrenos, del egoísmo desmedido. Estas enfermedades psicológicas secan el corazón y apagan la solidaridad. Mis bienes deben enriquecer a los demás: a esto se le llama solidaridad. “No pueden servir a Dios y a las riquezas”, nos dice el Señor.

“Dichosos los que sufren porque serán consolados”. Ser dichoso en el sufrimiento parecería masoquismo. ¿A quién le gusta sufrir? El dolor es ineludible. Tiene mil facetas. Tarde o temprano nos visita. Es propio de la condición humana. El mismo Jesús tuvo una pasión y muerte espantosas. De lo que se trata es el asociar nuestro sufrimiento al de Jesús, y así adquiere un valor redentor, para nosotros y para los demás. Paciencia viene de la voz latina “patire”, sufrir. No maldecir el dolor ni buscar salidas falsas. Sufrir con entereza, sufrir por causas nobles, dar la vida por los demás.

“Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra prometida”. El orgulloso se siente autosuficiente, no necesita de nadie, ni siquiera de Dios. Así se autoexcluye del Reino de Dios. El humilde es consciente de que Dios lo ama y acepta con alegría la pertenencia a la familia de Dios, aquí y en la eternidad. Su humildad le permite abrirse a las bendiciones del Reino. Seguir a Jesús con corazón de discípulo es la oportunidad para dejarse inundar por las promesas del Reino.

“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán satisfechos”. “Justicia”, en lenguaje bíblico, equivale a santidad. Quien crece en santidad es un afortunado. Aprovecha la oferta de Jesús quien ofrece vida plena a sus discípulos. Crecer en santidad es hallar el verdadero sentido de la vida, una vida realizada a fondo. La iglesia celebra con orgullo a estos gigantes de santidad, y los propone como modelos a seguir.

“Dichosos los compasivos, porque Dios tendrá compasión de ellos”.
La compasión es el rasgo distintivo de Jesús. Es el inclinarse hacia los que sufren -cualquier sufrimiento- y aliviar su dolor. Es solidaridad efectiva para sanar o paliar el dolor físico, psicológico o moral del otro. No equivale a lástima estéril. Es la ayuda impregnada de ternura.

“Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios”. El pecado es ceguera, tinieblas. Endurece el corazón. Opaca la presencia de un Dios cercano que nos busca para enriquecer nuestras vidas. La reconciliación con Dios nos abre a su presencia amorosa. Por la fe logramos percibir la su Palabra como luz que ahuyenta la oscuridad del pecado. Es la alegría de vivir en presencia de un Dios cercano y amoroso.

“Dichosos los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará hijos suyos”. Hay quienes son hábiles en sembrar discordias, conflictos y divisiones en la familia humana y en nuestro pequeño entorno social. Es la historia de Caín. Nuestro Padre Dios nos capacita para construir la paz en un entorno envenenado por el mal.

“Dichosos los perseguidos por lo que es justo, porque de ellos es el Reino de los cielos”. El seguidor de Jesús es un luchador, no un espectador. En un ambiente viciado por el mal, asume la dura tarea de echarle una mano a Jesús para que su Reino alcance a más beneficiados. Pero tendrá que pagar el precio, como Jesús.

“Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y cuando, por causa mía, los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense, estén contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo”. Uno esperaría que, si optamos por vivir guiados por las bienaventuranzas, nos lloverían felicitaciones, publicidad, premios... La gratificación será en el cielo. En la tierra, si somos leales a Jesús y su reino, habrá más dolores que aplausos. Ejemplo de ello son los innumerables mártires.

Este es el estilo de vida plena que diseña Jesús para nosotros. No un diseño teórico. Él vivió a fondo cada una de las bienaventuranzas. Por algo se proclamó a sí mismo como camino, verdad y vida.
“Haz esto y vivirás”.

 

 

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Tema del mes

Suscríbete a nuestro boletín electrónico y mantente informado de nuestras publicaciones

Suscribirse

Compartir