cruz Tenemos muchas diferencias, nos vestimos diferente, pero podemos tener un sueño común. Sí, un sueño grande y capaz de cobijar a todos.

Ese sueño por el que Jesús dio la vida en la cruz y el Espíritu Santo se desparramó y tatuó a fuego el día de Pentecostés en el corazón de cada hombre y cada mujer, en corazón de cada uno, el tuyo y en el mío, a la espera de que encuentre espacio para crecer y para desarrollarse.
Un sueño llamado Jesús sembrado por el Padre, con la confianza que crecerá y vivirá en cada corazón. Un sueño concreto que es una persona y que corre por nuestras venas, estremece el corazón y lo hace bailar cada vez que los escuchamos: «Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros».

A un santo de estas tierras le gustaba decir: «El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, o de prohibiciones. Así el cristianismo resulta muy repugnante. El cristianismo es una Persona que me amó tanto, que reclama y pide mi amor. El cristianismo es Cristo». Es desarrollar el sueño por el que dio la vida: amar con el mismo amor que nos ha amado. No nos amó hasta la mitad, no nos amó un cachito, nos amó totalmente. Nos llenó de amor, dio su vida.

¿Qué nos mantiene unidos? ¿Por qué estamos unidos? ¿Qué nos mueve a encontrarnos? La seguridad de saber que hemos sido amados con un amor entrañable que no queremos y no podemos callar, un amor que nos desafía a responder de la misma manera: con amor. Es el amor de Cristo que nos apremia.

El amor que nos une es un amor que no aplasta, no margina, no se calla, un amor que no humilla ni avasalla. Es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que sana y levanta. Es el amor del Señor que sabe más de levantadas que de caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva oportunidad que de condenar, de futuro que de pasado. Es el amor silencioso de la mano tendida en el servicio y la entrega.

¿Crees que este amor vale la pena? No tengan miedo de ese amor que gasta la vida.

Fue la misma pregunta e invitación que recibió María. El ángel le preguntó si quería llevar este sueño en sus entrañas y hacerlo vida, hacerlo carne. María tenía la edad de tantos de ustedes y María dijo: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra». María no era tonta, sabía lo que sentía su corazón, sabía lo que era el amor y respondió «He aquí la Sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra».

Jesús le dice a cada uno: ¿Te animas? ¿Querés? Pensá en María y contesta: quiero servir al Señor, que se haga en mí según tu palabra. María se animó a decir “sí”. Se animó a darle vida al sueño de Dios. Y esto es lo mismo que el ángel te quiere preguntar a vos: ¿querés que este sueño tenga vida? ¿Querés darle carne con tus manos, con tus pies, con tu mirada, con tu corazón?

¿Querés que sea el amor del Padre el que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás imaginados y pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y bailar al corazón? ¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los siervos del Señor, hágase? Hay preguntas que solo se responden en silencio.

 

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Dos miradas

«Este recibe a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2). Eso es lo que murmuraban algunos fariseos y escribas bastante escandalizados, bastante molestos por el modo como se comportaba Jesús. Con esa expresión pretendían descalificarlo, desvalorizarlo delante de todos, pero lo único que consiguieron fue señalar una de las actitudes más distintiva, más linda: «Este recibe a los pecadores y come con ellos».

Jesús no tiene miedo de acercarse a quienes, por un montón de razones, cargaban sobre sus espaldas el odio social como eran los publicanos. Jesús lo hace porque sabe que en el cielo hay más fiesta por uno solo de los que se equivocan, de los pecadores convertidos, que por noventa y nueve justos que permanecen bien.

Mientras esa gente se limitaba a murmurar o indignarse porque Jesús se juntaba con la gente señalada por algún error social, algún pecado, y cerraban las puertas de la conversión, del diálogo con Jesús, él se acerca y se compromete. Jesús pone en juego su reputación e invita siempre a mirar un horizonte capaz de hacer nueva la vida.

Son dos miradas bien diferentes que se contraponen: la de Jesús y la de estos doctores de la ley. Una mirada estéril, infecunda, la de la murmuración y el chisme que siempre está hablando mal de los otros y se siente justo; y otra que invita a la transformación y conversión, que es la del Señor.

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La mirada de la murmuración y el chisme

Muchos no toleran y no les gusta esta opción de Jesús. Entre dientes al principio y con gritos al final, manifiestan su disgusto buscando desacreditar este comportamiento de Jesús y el de todos aquellos que están con él. Rechazan esta opción de estar cerca y ofrecer nuevas oportunidades. Esta gente condena de una vez para siempre, descalifica de una vez para siempre y se olvidan de que a los ojos de Dios ellos están descalificados y necesitan ternura y comprensión, pero no la quieren aceptar.

Parece más fácil poner rótulos y etiquetas que congelan y estigmatizan no solo el pasado sino también el presente y el futuro de las personas. Rótulos que lo único que logran es dividir: acá están los buenos y allá están los malos; acá están los justos y allá los pecadores. Eso Jesús no lo acepta, es la cultura del adjetivo. Nos encanta adjetivar a la gente, nos encanta.

La cultura del adjetivo que descalifica a la persona contamina todo porque levanta un muro invisible que hace creer que, marginando, separando o aislando, se resolverán mágicamente todos los problemas. Y cuando una sociedad o comunidad lo único que hace es cuchichear, chismear y murmurar, entra en un círculo vicioso de divisiones, reproches y condenas.

Normalmente el hilo se corta por la parte más fina: la de los más débiles e indefensos, que son los que más sufren estas condenas sociales. Qué dolor genera ver cuando una sociedad concentra sus energías más en murmurar e indignarse que en luchar para crear oportunidades y transformación.

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La mirada de la conversión

En cambio, todo el evangelio está marcado por esta otra mirada que nace del corazón de Dios. Dios nunca te va a echar. Dios te dice, vení. Dios te espera y te abraza. Si vos salís del camino, te busca y te abraza. El Señor quiere hacer fiesta cuando ve a sus hijos que retornan a casa. El amor de Jesús no tiene tiempo para murmurar, sino que busca romper el círculo de la crítica superflua e indiferente, neutra y aséptica. Te doy gracias Señor, decía aquel doctor dela ley, porque no soy como ese. Estos que creen que tienen el alma purificada y a veces en una ilusión de vida aséptica que no sirve para nada. Se sienten tan puros que no saben a nada, son incapaces de convocar a alguien, viven para cuidarse, para hacerse la cirugía estética en el alma y no para tender la mano a otros y ayudarlos a crecer.

El amor de Jesús es un amor que inaugura una dinámica capaz de ofrecer caminos y oportunidades de integración y transformación, de sanación y de perdón, caminos de salvación. Comiendo con publicanos y pecadores, Jesús rompe la lógica que separa, excluye, aísla y divide falsamente entre “buenos y malos”.

Crea vínculos capaces de posibilitar nuevos procesos; apostando y celebrando cada paso posible. Por eso Jesús, cuando Mateo se convierte, no le dice “te felicito, vení conmigo”, sino que le dice “hagamos fiesta en tu casa”. El chismoso no sabe hacer fiesta porque tiene el corazón amarrado. Crear vínculos, hacer fiesta es lo que hace Jesús.

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Sí vas a poder

Así rompe también con otra murmuración nada fácil de detectar y que taladra los sueños porque repite como susurro continuo: no vas a poder, no vas a poder. Eso es como la polilla que te va comiendo por dentro. Cuando vos sentís que no vas a poder, date un cachetazo y piensa que sí vas a poder, lo vas a lograr. Es el cuchicheo interior que aparece en quien, habiendo llorado su pecado y consciente de su error, no cree que pueda cambiar. Es cuando se cree interiormente que el que nació “publicano” tiene que morir “publicano”; esto no es verdad. El evangelio nos dice todo lo contrario.

Once de los doce apóstoles eran pecadores pesados porque cometieron el peor de los pecados, abandonaron a su maestro, otros renegaron de él, otros se fueron lejos, y Jesús los fue buscando y son los que cambiaron el Universo. A ninguno se le ocurrió pensar “no vas a poder”. Cuidado con la polilla del no vas a poder.

La mirada de Jesús nos desafía a pedir y buscar ayuda para transitar los caminos de la superación. Hay veces que la murmuración parece ganar, pero no la crean, no la escuchen. Busquen y escuchen las voces que impulsan a mirar adelante y no las que los tiran abajo. Escuchen las voces que les hacen ver la ventana y mirar el horizonte. Cada vez que venga la polilla del no vas a poder, responder que sí vas a poder.

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Vamos a hacer fiesta

La alegría y la esperanza del cristiano nace de haber experimentado alguna vez esta mirada de Dios que nos dice: vos sos parte de mi familia y no puedo dejarte tirado en la cuneta. No puedo perderte en el camino, estoy aquí contigo.

¡No! No todo ha terminado, porque tenés un propósito grande que te permite comprender que el Padre Dios estaba y está con todos nosotros y nos regala personas con las que caminar y ayudarnos a alcanzar nuevas metas. Y así Jesús transforma la murmuración en fiesta y nos dice: “¡Alégrense conmigo!”. Vamos a hacer fiesta.

Una sociedad se enferma cuando no es capaz de hacer fiesta por la transformación de sus hijos, una comunidad se enferma cuando vive de la murmuración aplastante, condenatoria e insensible. El chisme.

Una sociedad es fecunda cuando logra generar dinámicas capaces de incluir e integrar, de hacerse cargo y luchar para crear oportunidades y alternativas que den nuevas posibilidades a sus hijos, cuando se ocupa en crear futuro con comunidad, educación y trabajo. Esa comunidad es sana. Y si bien puede experimentar la impotencia de no saber el cómo, no se rinde y lo vuelve a intentar. Todos tenemos que ayudarnos para aprender, en comunidad, a encontrar estos caminos, a intentarlo de nuevo.

 

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