etica-1 Si a alguien hoy en día se le preguntara si desea ser pobre, ciertamente pensaría que la pregunta es necia. Al contrario, vivimos en una sociedad que gira en torno a la producción y el consumo.

Y para consumir es necesario contar con dinero, entre más mejor. Siempre ha sido duro y difícil ser pobre, pero más en la sociedad contemporánea, donde el valor de las personas se mide muchas veces por el poder adquisitivo, es decir, el grosor de la billetera o el volumen de la cuenta bancaria. 

Justamente el papa Francisco, en la Exhortación Evangelii Gaudium, denuncia con fuerza que hoy en día se ha caído en la “idolatría del dinero” y se ha reducido al ser humano “a una sola de sus necesidades: el consumo”. Como consecuencia, los pobres resultan excluidos, simplemente no interesan, porque no son piezas que aporten algo importante a la cadena de la producción y el consumo.

En medio de este triste panorama, el papa vuelve a subrayar con energía la propuesta cristiana: “¡el dinero debe servir y no gobernar!” Se trata de una radical inversión de valores, donde la persona, todo ser humano, ha de estar en el centro de la actividad económica, en lugar del lucro y los bienes de consumo.  

 

Si bien hoy nadie quiere ser pobre, Jesús hace un llamado a vivir la pobreza. Más aún, llega a la osadía de declarar dichosos, bienaventurados a los pobres. Él mismo vivió la pobreza de modo radical, ya desde su nacimiento, pues fue dado a luz en un mísero pesebre. Y en algún momento advirtió, a uno que estaba interesado en seguirle, que no tenía “dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,58). De manera que todo aquel que se precie de ser su discípulo, ha de valorar y vivir la pobreza. Se trata del paradigma de la pobreza evangélica. ¿Cómo entender las palabras de Jesús?

 

No es que el dinero o las riquezas sean algo malo o pecaminoso en sí. Tampoco quiere decir que el cristiano no pueda aspirar a producir riqueza. Pero hay dos criterios que son fundamentales en la moral cristiana y a la luz de ellos debe verse la actividad económica: se trata de la perspectiva del “mandamiento más importante”, que para Jesús se bifurca en dos, íntimamente entrelazados: el amor incondicional y absoluto a Dios, que no puede desligarse del amor al prójimo.  

 

Poner a Dios en primer lugar significa renunciar a los ídolos, en particular a la idolatría del dinero. Por eso Jesús advierte con claridad: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero.» (Mt 6,24) En consecuencia, el Señor invita a confiar en la providencia divina, y a no perder la paz por la comida o el vestido, pues si Dios se ocupa de las aves del cielo y de la hierba del campo, cuánto más de sus hijos (Mt 25-34). ¡Qué bien hacen estas palabras de Jesús en la sociedad del dios consumo y la diosa publicidad, que incitan nuestra vanidad y nos hacen caer en la trampa de comprar incluso más allá de nuestras reales necesidades! Por eso Cristo nos exhorta a buscar “primero el Reino de Dios y su justicia”, y todo lo demás se nos dará por añadidura. En otras palabras, la pobreza evangélica nos pide dar la primacía a Dios y relativizar los bienes terrenales.

 

Pero el paradigma de la pobreza se debe ver también en la perspectiva del amor al prójimo. Y eso significa tener la capacidad y la actitud de compartir con los más necesitados, vivir el mandamiento de la caridad, siendo solidarios con el desvalido. Así, Jesús nos invita a ver su rostro en el pobre: «Tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estaba desnudo y me vistieron…» (Mt 25,31ss). Y reprocha la actitud del que atesora para sí, en lugar de compartir: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que acumulaste, ¿para quién serán?» (Lc 12,16-21); como también la del que, indiferente al pobre, sólo piensa en disfrutar egoístamente de sus bienes: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas…» (Lc 16,19-31). 

 

La pobreza evangélica es optar por Dios como nuestro verdadero tesoro, lo cual nos lleva a desapegarnos de los bienes terrenos y a ser capaces de compartir lo que tenemos con los más necesitados. ¿Es éste nuestro paradigma?  

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