El picop queda estacionado en algo que, con un poco de fantasía, podría pensarse como un mini campo de futbol. Hoy visité una comunidad no tan lejana, pero de acceso complicado. La ermita está situada en la parte alta de una colina. El último tramo de camino es un ascenso casi vertical, entre cafetales. Con la retranca y en primera marcha, trato de combinar una velocidad mínima sin que el motor se apague.


Día lluvioso, algo frío. El picop queda estacionado en algo que, con un poco de fantasía, podría pensarse como un mini campo de futbol. Bajan a mi encuentro una docena de chiquillos alegres que se apoderan de mis dos pequeñas maletas: la de la misa y la de las hostias. Luego, breve ascenso a pie por un sendero de piedras resbalosas.
Dos niñas están preparadas para su bautismo. El rito manda que el sacerdote trace una señal de la cruz en la frente del bautizando. Una de las dos niñas, al ver que me acerco a ella, se aterroriza, esconde su cara en el hombro de su madre y llora con llanto escandaloso. No creo que haya sido una cruz lo que logré hacerle en la frente.
La batalla se reinició cuando era el turno del óleo de catecúmenos sobre el pecho. Nuevo berrinche y cara de espanto. Aquello parecía más un conjuro de exorcismo que un gesto piadoso. Pero lo logré. Un toque furtivo con el aceite... y rito logrado.
Derramar el agua sobre su cabeza fue batalla difícil. Mamá, madrina y sacerdote lucharon con el mejor esfuerzo hasta que el agua fue más fuerte que la rebelión infantil. Y no se diga lo que costó ungirla con el crisma en la frente.
Concluida la batalla sacramental, me quedó una duda teológica. ¿Será válido un bautismo celebrado en estas condiciones? Por supuesto que sí, solo eso faltaba. Pero hubiera preferido bautizar a una niña sonriente, colaboradora, como lo era su compañerita de bautismo.

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