Bitácora de un salesiano. Abril 2017.- Mi área de trabajo pastoral incluye 45 aldeas (comunidades rurales) habitadas por indígenas qeqchí.

Hay grandes, medianas y pequeñas. Hoy me tocó visitar una pequeña. Media hora por carretera pavimentada, más de una hora por terracería, una media hora por callejón de finca y quince minutos a pie. Todo calculado grosso modo.

Al llegar a la penúltima aldea me espera un enjambre de niños. Bueno, eran apenas diez, pero yo creí ver un enjambre. Habían caminado durante una hora para esperarme con la ilusión de regresar en el picop conmigo.

Por supuesto que sí. Saltaron al picop con la agilidad de gatos. Los tres más listos se acomodaron en el asiento de atrás de la cabina. Para ellos ese viaje era su sueño y aventura.

Yo me divertía enseñándoles a bajar el vidrio de las ventanillas y a poner el seguro de las puertas. Entrenar a mi copiloto en el arte de colocarse la faja de seguridad exigió un complicado esfuerzo en el que colaboraron los compañeros del asiento trasero.

Terminada la misa y el almuerzo, se impacientaban por acompañarme de regreso para disfrutar de nuevo el viaje en carro. Sobró quienes cargaron con mi mochila y la maleta de las hostias. Esta vez se aventuraron un poco más: decidieron alargar su viaje a costa de tener que caminar más a su regreso a la aldea.

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