Carchá. Hay aldeas grandes y hay chiquitas. Me llegó el día de visitar una minúscula aldea: nueve familias. Tuvieron que invitar a otras dos aldeas vecinas, también pequeñas, para hacer número. Aún así, no se logró llenar la pequeña ermita.

Después de dos horas en carro, seguí algo así como media hora a pie. En ascenso por pedregales. Esta tierra es la tierra de las piedras. No piedras chiquitas, medio redondas, sino piedras-piedras. Agresivas, erguidas, hirientes. La gente debe sembrar sus milpas entre piedras. Caminar por esos senderos de piedras irregulares es un reto al equilibro.

La ermita en cuestión es pequeña y baja, con piso de tierra, bancas rústicas, paredes de madera sin cepillar malamente ajustadas. Decoración vegetal: agujas de pino, palmas de pacaya, flores cortadas en el monte.

Después de los saludos iniciales, me invitan a la cocina comunitaria para un café y algo que comer. Mientras voy allá, veo a un anciano que se dirige a la ermita. Encorvado, apoyado en un bastón rudimentario, apenas si puede dar un paso tras otro.

De regreso a la ermita, el anciano apenas está llegando a la puerta. En la semioscuridad del interior, el anciano no logra ver bien. Los hombres cercanos lo ayudan a encontrar un puesto libre.

Me intereso por este patriarca de la comunidad. Voy a saludarlo. De balde le hago preguntas porque, o no oye o su mente está confusa. Tiene 92 años.

Celebramos la misa con la solemnidad sustancial propia de estas comunidades pobres. Es entonces cuando me libero de las restricciones litúrgicas acartonadas y disfruto sumergiéndome en el misterio de una comunidad que –imagino- recrea aquellas liturgias densas de la iglesia primitiva.

Todo transcurre con gran pausa. Es entonces que el tiempo se detiene. Oramos largamente, leemos la Palabra con parsimonia, la comentamos con fruición. Cada momento litúrgico tiene su cadencia de eternidad.

Finalizada la misa, me despido de la asamblea, los felicito por lo bien que han organizado todo, guardo mis cosas en la mochila y voy a la cocina a almorzar con los servidores de la comunidad.

Alguien me comenta que el anciano de 92 años, que apenas puede caminar con su rústico bastón, preguntó: ¿Cuándo va a haber otra misa?

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