Carchá. Esta mañana viajo a una comunidad indígena lejana con una doble ilusión: estrenar el camino rural que ha estado siendo reparado y acondicionado por la alcaldía,

y encontrarme de nuevo con esa comunidad que no visito desde hace dos meses. La gente de la alcaldía me ha confirmado que ya se puede pasar, pues los trabajos han concluido.

Salgo a las ocho de la mañana y todo transcurre fácil hasta llegar al lugar donde se había bloqueado el paso para facilitar los trabajos. Esperaba paso libre, pero allí estaba el bloqueo y ningún trabajador a la vista. Por suerte, había recogido a un vendedor de helados, quien había oído por radio la noticia de mi misa allá.

¿Qué hacer? ¿Sigo o regreso? El vendedor me anima a quitar las piedras y troncos del bloqueo. Mi conciencia me indica que eso es incorrecto. Solución salomónica: intento marcar por teléfono celular el número de la alcaldía, pero no hay señal en esa lejanía. El vendedor me indica que, si subo a una colina al lado del camino, tendré señal. Una llovizna ha puesto resbaloso el ascenso irregular. Arriba, una casita, un niño enfermucho y una niña sonriente, más la mamá joven muy amable. Marco con éxito desde allí el número de la alcaldía. El responsable de los trabajos me autoriza a remover el bloqueo.

Nunca había imaginado que las piedras pesaran tanto. El vendedor fue más ágil e inteligente que yo. En un dos por tres estaba abierto un estrecho paso, que atravesé con cautela. Reconstituido el bloque, echamos a andar… hasta el siguiente bloqueo. En total, cuatro bloqueos. Eso de manipular piedras pesadas ya me estaba resultando familiar.

Dos horas de viaje y llegamos al último tramo de la calle. Comienzan mis sospechas: veo en las casas vecinas gente que me mira con sorpresa. Asciendo entre sobresaltos la empinada cuesta hacia la ermita. Nadie a la vista. Un grupito de muchachos desciende hacia mí. Qué bien, pienso, vienen a llevar mis cosas. Pero no, siguen de largo. Los interrogo: - ¿Hay gente en la ermita? Responden con un seco “no”.

No es necesario cavilar sobre qué hacer. Es obvio que la gente de la aldea no escuchó por radio la noticia de mi visita pastoral. Decido regresar. El heladero, muy sabio, me dice que irá a vender helados a la escuela. Pero se preocupa: - ¿Cómo harás con las piedras? – Ya veremos, le digo para tranquilizarlo, aunque yo no sé realmente como me las arreglaré.

La maniobra de darle vuelta al pick up en aquella pendiente empinada con superficie desigual, una milpa a un lado y una pared de piedra al otro fue todo un reto. Y aquí voy de regreso, solo y pensativo. Llego al primer bloqueo y comienzo la faena de mover las pesadas piedras. Talvez me ayudó el ángel de la guarda auxiliado por un par de ángeles más. La cosa es que abrí el paso y me sentí orgulloso. Eso sí, nada de volver a poner las piedras en su lugar. Ese pequeño delito no hizo mucha mella en mi conciencia. Y así sucesivamente con los siguientes tres bloqueos.

Mientras mi pick up, ya liberado de trabas, se deslizaba por la vía de las mil vueltas, yo rumiaba un sentimiento de frustración mezclado con la alegre experiencia de una mañana libre de trabajo pastoral. Como la sensación de un estudiante que se escapa de su rutina diaria y corre libre en un día hermoso.

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