A un cierto punto tuve que dejar el carro y echar a andar. La primera media hora mi pickup se desliza sobre asfalto. Unos cuantos baches sorpresivos obligan a manejar con prudencia. La segunda media hora sobre camino de terracería no ofrece mayor dificultad, pues la superficie está recién aplanada y, además, las vueltas y revueltas ya me resultan familiares. En la tercera media hora el camino se estrecha, aunque no hay motivos para quejas mayores, aparte del sube y baja pronunciado.

El último trecho sí me preocupó. ¿Por allí pasa carro? –me pregunté apenas emboqué aquello que alguien con buena intención denominó camino para vehículo. Decir "estrecho" es un piropo; además, con bajadas y subidas violentas que ameritaba aplicar la retranca y caminar a paso de procesión. A un cierto punto tuve que dejar el carro y echar a andar. La cuesta era empinada y había que buscar la piedra más apropiada para cada paso. Yo, que había escalado el volcán Santa Ana, en El Salvador, y que me consideraba experto en caminos pedregosos, ahora experimentaba un pedregal más agresivo todavía. Pero la caminata valió la pena porque, llegado a la cumbre, se abrió un paisaje impresionante de cadenas de montañas y valles verdes.

A cien metros de la vieja y pequeña ermita me esperaba un grupo de muchachos y muchachas que me recibieron con cantos y aplausos y luego me acompañaron festivos al ritmo de un tambor. Al entrar en la iglesita, el conjunto juvenil arrancó con una canción a todo volumen. La gente estaba apretujada, en bancas bajas. Era mi primera visita a esa comunidad. Traté de romper el hielo con apretones de manos a diestra y siniestra, sonrisas que despertaban sonrisas y algún toque de humor. Resultó fácil crear el ambiente distendido.

Después del consabido café con una torta de huevo en el comedor comunal, entré en acción. Tres bautismos, cuyos padres debían confesarse, más algunos ancianos que no habían podido asistir a la reciente celebración penitencial de la misión. Luego, la procesión de entrada hacia la iglesia atravesando el corto patio. Una procesión compleja: el incensario, la cruz, el evangelio, floreros generosos, lectores, papás y padrinos de bautismo y, cerrando el cortejo, el sacerdote. Un cohete y una bomba resonaron por la multitud de cerros cercanos avisando al mundo entero que la misa estaba por empezar.

No logro explicarme cómo aquí y en todas las aldeas que visito pasan a leer los textos bíblicos muchachos o muchachas y adultos, y lo hacen con aplomo, ritmo, entonación de voz, claridad de dicción y seguridad que no he encontrado en parroquias urbanas. ¿No era esta gente hasta hace pocos años unos analfabetas? ¿No es que han estudiado en escuelas rurales que dejan mucho que desear? ¿De dónde les viene esa elegancia al proclamar la Palabra de Dios?

La parte medular de la celebración es el bautismo. Trato de celebrarlo con solemnidad pausada. Papás y padrinos están bien preparados y siguen los diálogos con precisión. Hago la señal de la cruz sobre la frente de los bebés y estos me miran con ojos asombrados, curiosos, unos ojos de inocencia luminosa. Son bellos esos niños.

La misa transcurre serena. Cinco ministros de la eucaristía y yo distribuimos la comunión. Apenas hay espacio para moverse. Al final de la celebración, estoy invitado a almorzar con los protagonistas de la comunidad: mayordomos, catequistas, algunos maestros de la escuela, ancianos venerables. Mientras comemos, llueven las preguntas: ¿dónde nací? ¿cómo es mi país? ¿cuánto vale un pasaje para ir allá? ¿están vivos mis papás? ¿cuántos hermanos tengo? ¿cuántos años tengo? Terminado el almuerzo me despido de las mujeres atareadas en la cocina, que, felices porque me ha gustado la comida, se divierten viéndome metido entre fogones y peroles.

Hora de regresar. Me acompaña otro estallido de pólvora y un grupito de personas que llevan mis dos utensilios de trabajo: el maletín con las cosas de la misa y el tambo plástico para las hostias. Mi fiel carro me espera paciente. Me esperan también las infaltables personas que quieren un aventón y que se irán quedando de camino.

Yo rehago el camino con el corazón contento. Ese contacto humano tan transparente pone alas a mi vocación sacerdotal.

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