Como dice el refrán, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Negarse a oír puede ser saludable cuando los ruidos son molestos o hasta dañinos.También hay sorderas voluntarias. Se da cuando rehuimos prestar atención a voces que nos provocan. O nos exigen.
Una madre puede distinguir la voz de su pequeñín en el barullo de un grupo humano. Podemos desarrollar nuestra capacidad de oír voces silenciosas o apenas perceptibles que claman por nuestra cercanía y comprensión.
Jesús se dedicó a divulgar la buena noticia de la salvación. Encontró oídos atentos que atesoraron su mensaje. Y oídos cerrados a su exigente mensaje de vida. “El que tenga oídos para oír, que oiga”.
Hay quien encuentra aburrida una sinfonía de música clásica. Otros se embelesan escuchándola. Es que el oído puede ser afinado.
Escuchar el lamento de quien sufre nos pone en una disyuntiva: acercarse al afligido y echar una mano; o hacerse el sordo para no verse comprometido.
Un gesto invaluable que podemos hacer a una persona que sufre es escucharla. No por curiosidad. Ni para juzgarla. A lo mejor, poco podemos hacer en sentido práctico. Pero escucharla con un corazón atento y compasivo es un gesto exquisito de caridad. Y puede que hasta tenga un efecto terapéutico. Ejemplo de ello son los psicólogos.
Niños, jóvenes y adultos pueden ver abrirse sus horizontes ante la palabra apreciativa que les llega de un oído atento y comprensivo.
Y está el oído interno. Ese que percibe la voz de Dios. El Espíritu Santo nos habla constantemente con delicadeza amorosa. Consolador, acompañante, impulsador, guía. Por cierto, no caminamos a tientas en la ruta de nuestra vida.
Emisores o receptores, no permitamos que nuestra capacidad auditiva se deteriore. En ambos casos, nos empobreceremos. Tenemos una poderosa capacidad creadora, transformadora capaz de iluminar la vida de nuestros semejantes.
Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 258 Julio Agosto 2022
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