Se puede decir que hasta el Renacimiento predominó una concepción del ser humano que era resultado del feliz encuentro entre la filosofía griega y la imagen bíblica del ser humano.
Los pensadores griegos pusieron de relieve su dimensión espiritual, destacando su facultad de pensar y su capacidad de tomar decisiones libres, lo que hace de él un ser que trasciende los determinismos del mundo natural.
Los primeros teólogos y los pensadores medievales no encontraron gran dificultad en enlazar tales ideas humanistas con la Palabra revelada, de la cual resulta que estamos hechos “a imagen y semejanza de Dios” y llamados a una relación de intimidad amorosa con Él. A esta visión se suma todavía el privilegio del misterio de la encarnación del Verbo, según el cual el Hijo de Dios asume nuestra naturaleza humana, elevándola a alturas del todo insospechadas para la mente humana.
Con el desarrollo del método científico y con el advenimiento de una nueva mentalidad en la manera de abordar los problemas filosóficos, poco a poco el mundo de la cultura se fue apartando de la concepción antropológica judeocristiana. A partir de la Ilustración, en efecto, se inició un proceso que fue cortando progresivamente los circuitos de comunicación con las realidades sobrenaturales.
Las ideas antropológicas surgidas desde el mundo de las ciencias físicas y biológicas pretendieron explicar la capacidad humana de pensar y de decidir como fruto meramente de reacciones físico-químicas que estimulan y hacen funcionar el sistema nervioso. Se desligó al ser humano de todo origen y destino trascendente, para sumirlo únicamente en las coordenadas espacio temporales del cosmos material. La aparición del hombre sobre la tierra como fruto de un proyecto divino se sustituyó por el proceso de evolución a partir únicamente de la materia y la energía primordiales.
La figura de Dios y toda doctrina religiosa se interpretaron como mera proyección de los anhelos humanos incumplidos, como droga que adormece a las masas desposeídas, como espectro fatal que impide que los impulsos más legítimos del hombre alcancen su satisfacción, incluso como creencia sin sentido en la medida que no tiene ninguna posibilidad de vinculación con el lenguaje científico.
Como escribe un pensador contemporáneo, la antropología surgida a raíz del progreso científico ha convertido al ser humano en el “paradigma perdido”. Según eso, la ciencia se ha encargado de bajarlo de su pedestal de “rey de la creación” y arrebatarle sus ínfulas de vinculación con lo divino. Somos producto del polvo estelar, sin ningún origen ni destino trascendente.
Gran número de personas que se declaran creyentes y que siguen identificándose con la visión judeocristiana del hombre se sienten muchas veces desconcertadas, sobre todo en las sociedades occidentales.
Se extrañan e incluso se indignan ante posiciones que abogan por el reconocimiento legal de acciones como el aborto, la eutanasia, el uso de medios anticonceptivos, el recurso a inseminación artificial y vientres de alquiler, situaciones, entre otras, que chocan con la visión tradicional. Lo que quizás no comprenden es el trasfondo, el giro antropológico que se ha ido gestando en los últimos tres siglos y que es la causa profunda del secularismo creciente.
He ahí el gran desafío para los creyentes. Ante esta situación hay grupos conservadores que se cierran en una trinchera tradicionalista y asumen una actitud de condena ante toda posición contraria, como si la época de cristiandad no hubiera pasado. Hay, en cambio, quienes se abren a una actitud de diálogo que lleva tanto a comprender la posición de los que piensan diferente como a buscar y provocar la ocasión de ser escuchados y tomados en cuenta como creyentes en la sociedad.
Es la posición que vemos muy clara en el papa Francisco, en continuidad con la apertura del Concilio Vaticano II y del Magisterio posterior al mismo, la actitud de “iglesia de puertas abiertas”. Hay que aceptar que la sociedad de hoy ya no es monolítica, sino que se distingue por el pluralismo de ideas, doctrinas, culturas, instituciones. Habrá que aprender a convivir con ello, sin renunciar al compromiso de buscar la verdad, en diálogo abierto y honesto con los que piensan diferente.
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