Una divertida viñeta humorística representa a mamá puercoespín
dándole unas palmadas en la cola a su nene:
Créeme, le dice con lágrimas en su rostro, me duele más que a ti.
No te esfuerces por hacer que la disciplina familiar sea más flexible que cuando te educaron. Ser una madre o padre modernos no significa renunciar a educar a tu hijo. La disciplina es la segunda “cosa”, en orden de importancia, que le debes, después del amor. Etimológicamente, “disciplina” significa “enseñanza” (¡nada que ver con castigos y penitencias!), y sus elementos esenciales son intuitivamente simples.
Cualquier enseñante sabe que, para enseñar algo a sus alumnos, debe provocarles el gusto de aprender. Cuando un “experimento científico” en el aula los deja maravillados, sorprendidos y con ganas de repetirlo en su casa, el maestro sabe que conquistó su objetivo; los chicos aprendieron…Nadie adquiere algo que no le provoque placer. Los niños tampoco. Por eso, en su esfuerzo por conquistar la benevolencia paterna, se esfuerza en agradarles. Y a la inversa: si después de una mala acción recibe una mirada severa, esta basta para provocarle sensación de pérdida de su amor. Y con esto basta para aprender. Cada una de las demostraciones de amor y cariño a tu chiquito, son la primera dosis de disciplina que él aprende.
Un aprendizaje a largo plazo. El coscorrón es una reacción inmediata, que provoca efectos inmediatos, aunque difícilmente duraderos. La disciplina es un edificio que necesita buenos cimientos. Por eso, cuando se porte mal, siéntate frente a él, y mirando a sus ojos, dile: “te aviso que no me voy a cansar de corregirte, cada vez que hagas esto, hasta que cambie. ¿Está claro?”. Más que una advertencia, es una verdadera demostración de amor, cuyo significado es: “te amo tanto que no quiero perderte, y voy a impedir, cueste lo que cueste, que seas indisciplinado”.
Pero el problema es el tiempo: después de trabajar muchas horas fuera de casa, llegas y te enfrentas a una lista de quejas y protestas: “fulanito me hizo esto”; “pero ella me había…”. O renuncias a tomar cartas en el asunto (y adiós disciplina), o reaccionas como era esperable: rezongos, gritos, penitencias… El efecto más seguro es que te sentirás culpable por no estar más en casa, para prevenir situaciones, para acompañar a tus hijos. Pero hay otro camino: una vez en casa, crear el momento de intimidad y paz. Una vez que todos sientan la alegría de estar juntos, llegará el instante de las correcciones, vividas más como afirmación de la armonía familiar que como un corte radical. Pero me falta recordar algo especial: ambos padres deben reaccionar como un equipo.
La buena disciplina es la que ofrece seguridad. Ustedes, papá y mamá, deben haber decidido cuáles comportamientos quieren corregir, y expresarlo con claridad y precisión, evitando las generalidades. Un niño no entiende cuando le dicen que debe ser ordenado: hay que explicarle que debe recoger todo lo que dejo desparramado, y guardarlo en su lugar… Y a continuación, al menos uno de ustedes, lo ayudará a ordenar todo, sin suplirlo en la tarea. Esta es la disciplina correctiva, la que se construye sobre el “no”. Para completarla, existe la disciplina preventiva, que está fundada sobre el “sí”, y debe ser aplicada con mayor frecuencia e intensidad que la anterior. Consiste en felicitarlo cuando hace las cosas bien, y expresarle tu orgullo y satisfacción. Así quedará fortalecido su “placer por la autodisciplina”.
Apunta alto: no tengas miedo de ser demasiado exigente. Los papás que dicen “eso no me gusta”, renuncian a crear, en su chico, el hábito de entusiasmarse por lo bueno y lo bello, y lo acostumbran a hacer solo lo que conviene. El niño aprende qué está bien y qué está mal imitando a quienes admira. Por eso, ustedes deben proponerse ser sus adultos de referencia: su guía, su sostén, su refugio y su modelo. El mismo Jesús nos propuso: “aprendan de mí”. Por eso, la familia que se contenta con simples normas de convivencia y deja de transmitir valores, termina arruinando su vida y la de quienes la integran.