Foto: Marc Thele Una de las cosas más ansiadas cuando acabe la pandemia, es sin duda, la reactivación de los centros educativos, no solo por el chiste que anda circulando en redes sociales sobre padres de familia que ya no pueden con sus hijos en casa todo el tiempo, sino por el equilibrio emocional de los niños.



Veo desde hace un año a mi hijita de seis años luchar conmigo porque no le gusta estar sentada frente a una pantalla toda la mañana, viendo a sus amigas de lejos y, cuando llega la clase de deporte, corre por la casa dando saltos para realizar los ejercicios que le piden. “Es mejor cuando los hago con mis amiguitas”, me dice después de cada clase.

Varias cosas no han funcionado aquí. Dejemos de lado el desastre que ha significado en nuestras vidas el covid y concentrémonos en lo meramente educativo.
Muchos centros han querido llevar lo presencial a lo online exactamente igual. Esto no es posible. Se debía haber trabajado en adaptaciones para este medio. Pedagogos, informáticos y comunicadores debían estar involucrados en esta tarea.

Estamos de acuerdo en que esto tomó por sorpresa a todos y que se ha hecho lo que se ha podido. Pero ya llevamos un año, y ya debería ser evidente corregido lo que no funciona.

Según mi criterio, que comparto con quienes deben lidiar estas dificultades, yo hubiera elegido aquellas materias que necesitan la guía del docente para los más pequeños, con clases de veinte minutos para las indicaciones y que los pequeños aprendan haciendo.

En catequesis, después de diez minutos, los más pequeños pierden la atención. Lo mismo sucede con las demás asignaturas. No es lo mismo estar en el salón con las compañeras bajo el control del maestro que en casa donde hay tanto distractor. Mi hija se levanta por lo menos tres veces al baño  porque sabe que puede hacerlo, pide comida, quiere jugar con sus juguetes. La concentración requiere más esfuerzo.

Sé que hay niños a quienes talvez no les cuesta estar atentos, pero no es la regla. Veo con preocupación niñas que le piden a su maestra que les ayude en su clase de computación porque su máquina se ha “arruinado” y veo la frustración de la docente porque no puede ayudarlas.  Muchos niños quedan solos en casa bajo el cuidado de una abuelita o alguna persona que no es tan entendida en la tecnología.

A este ritmo, ¿cuánto aprenderán los niños en estos dos años?, ¿qué hacemos? Me pregunto esto a diario y, la verdad, lo digo con tristeza, no hay mucho por hacer, los sistemas educativos no han dado muchas opciones, los profesores hacen todo lo que pueden y parece que la forma de dar la clase queda a criterio e imaginación de cada docente.

Como padres nos toca dar un esfuerzo extra para completar el aprendizaje de los niños. Si están viendo los números, pues contar los pedacitos de fruta que se come en su merienda, repasar las palabras en inglés que debe aprender día a día, hablarle de ciencia mientras jugamos en el parque, hablar de Dios y de nuestra fe en la oración de las buenas noches, leerles cuentos, contarles historias edificantes en sintonía con los contenidos de las clases. No darnos por vencidos.

Hace un año, a finales de abril de 2020 se había cerrado el sistema educativo en 180 países, y el 85% de los estudiantes no recibían ningún tipo de educación. Según expertos, los costos en el aprendizaje y salud de los niños será alto, el número de deserciones escolares aumentará. (Cifras del resumen ejecutivo del grupo Banco Mundial sobre el covid y su impacto en la educación, mayo 2020).

Los más pequeños serán los más afectados ya que muchas familias optarán por no ponerlos a estudiar ya que creen que estos años de kínder no son tan importantes. Además, esto tiene un impacto en la nutrición de al menos 368 millones de niños que se alimentan en los programas de alimentación escolar.

Todo esto será un círculo que se traducirá en menos educación y más pobreza. Nosotros los padres debemos hacer algo, aunque sea pequeño, intentarlo cada día para reducir estas cifras, al menos con los niños de nuestro hogar.

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