“La mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento” (Gen 3,6).
Adán y Eva, tentados por Satanás, se vieron en la circunstancia de tener que escoger entre la voluntad de Dios, por un lado, y lo que les gustaba a ellos, por otro lado.
Como criaturas inteligentes, debían a Dios obediencia y adoración. Podían haber comprendido que los mandamientos de Dios no son caprichosos, sino que buscan nuestro bien. Pero obedecer a Dios hubiera exigido renunciar a un gusto inmediato. Y, en su decisión, pesó más la satisfacción de un gusto personal.
Las consecuencias negativas no se hicieron esperar: separado de Dios, el ser humano sólo halla dolor y muerte. Y su libertad queda debilitada.
La escena de Adán y Eva se repite cada día: el fruto prohibido tiene un atractivo especial. Con frecuencia, lo que Dios nos pide no nos gusta, y lo que nos gusta no coincide con la voluntad de Dios. Constantemente tenemos que elegir y frecuentemente preferimos hacer lo que nos gusta.
La cultura que nos rodea hoy, hace el papel de tentador. El enemigo se cuela en los Medios de Comunicación, Internet, etc., para proclamar: No te reprimas, dale gusto al cuerpo, haz lo que el cuerpo te pide, opta por la vida loca, la fórmula mágica está compuesta de alcohol, drogas, sexo y rock-and-roll.
La regla suprema de nuestro comportamiento suele ser: hago lo que me gusta. A mí no me manda nadie (ni Dios); yo hago lo que me da la gana, lo que deseo, aquello que me hace sentir bien. Lo importante es pasarlo bien. Mi opinión y lo que a mí me parece, eso lo que cuenta.
Todo esto ha puesto el mundo de cabeza y patas arriba. No escarmentamos, no aprendemos.
Cristo vino a enderezar las cosas. Para ello tuvo que decir: “Padre, no se haga mi voluntad (mi gusto), sino la tuya”.
Detrás de Jesús, también nosotros, para recuperar la armonía perdida tenemos que entrar por la puerta estrecha y cargar con la cruz. Tenemos que decir ‘no’ a muchas cosas que nos gustan pero que degradan nuestra dignidad u ofenden la dignidad del prójimo.
Debemos trabajar el autocontrol. Así como el buen jinete doma al caballo brioso, así nosotros debemos dominar nuestros instintos y controlar nuestros sentidos.
Debemos ser capaces de escoger el bien y rechazar el mal. Lo prohibido nos resulta atractivo a corto plazo (como el fruto del paraíso); pero sabemos que vale la pena preferir el bien porque es lo que nos conduce a la auténtica felicidad, aunque para ello tengamos que esperar.
Al fin y al cabo el fruto prohibido siempre nos deja amargura. ¿No es cierto? Entonces, ¿por qué reincidimos?
Debemos ser capaces de controlar nuestra vista: qué debemos ver o mirar y qué no.
Debemos controlar nuestra lengua: qué debemos decir y qué debemos callar.
Debemos controlar nuestro apetito: qué debemos comer y en qué cantidad; qué debemos o no debemos beber,… o fumar.
Debemos controlar el uso de nuestra facultad sexual: para ponerla al servicio del amor verdadero y comprometido en un matrimonio abierto a la vida.
Debemos controlar también nuestra agresividad y nuestro carácter.
Debemos ser soberanos sobre nuestras tendencias naturales que después del pecado original suelen inclinarnos a lo fácil. Pero lo grande y bello requiere esfuerzo.
Nuestra felicidad está en cumplir la voluntad de Dios. Sus mandamientos son la guía hacia una vida plenamente realizada. Apeguémonos al mandamiento principal que resumen todos los demás, y no nos arrepentiremos: Amar a Dios sobre toda las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.