Vittoio Castagna misionero en Guatemala. No siempre me resulta fácil narrar mis propias emociones  y menos aún describir lo que veo, pero a veces este esfuerzo puede ser útil para que la gente pueda compartir conmigo lo que estoy viviendo.

 

Han pasado quince días desde que llegué a Guatemala. Me siento cada vez menos extranjero y comienzo el lento proceso de integración. Si pienso en los primeros días me da escalofrío: 16 horas de viaje con 8 horas de diferencia respecto a Italia. Mientras el avión aterrizaba veía las casas desde arriba y todas me parecían lugares poco seguros. De pronto me encuentro  en la capital aprendiendo el español, y comienzan mis primeros contactos con las misiones. En la capital a veces tengo la impresión de encontrarme en mejores lugares que en Europa, pero apenas doy vuelta  a la esquina, los niños de la calle me devuelven a la realidad de la mayor parte de la población. Aquí se mata por un celular o por poco dinero, y la gente parece acostumbrada a este clima de terror, pero en su corazón todos esperan que la situación mejore.

 

Los salesianos son admirables. En la  ciudad trabajan con todas clase de personas, desde la clase media hasta los pobres. Yo todavía soy un observador, la lengua representa un obstáculo evidente, pero pronto podré ser más autónomo. Estudiar una lengua quiere decir también entrar mejor en una cultura. Las primeras veces que he dicho frases articuladas sin errores ha sido para mí algo fantástico. A veces me he sentido como un niñito en la escuela.

 

En estos días me llega con frecuencia una pregunta de mis amigos: ¿Cómo son los niños? ¿Qué puedo decir? A veces quedo fascinado al ver la sonrisa en sus rostros. Lo primero que percibo es que no tienen mucha pena y que se me acercan con gusto.

Los niños que más me llaman la atención son los autóctonos (debería decir indígenas, pero no me gusta la palabra). Tienen una expresión y una delicadeza que la primera idea que me viene es su bondad. Talvez eso sea también su limitación, porque a veces quien es muy bueno es instrumentalizado por otros.

Aquí los pueblos autóctonos son los más explotados, los más pobres entre los pobres. Con frecuencia no hablan la lengua (español)  y en su gran mayoría son analfabetas, no por su culpa, sino porque el gobierno no logra formar suficientes maestros para la cantidad de aldeas existentes.

Les aseguro que en estos casos me siento mal, experimento mucha tristeza. La primera vez que me encontré ante un grupo de pequeños autóctonos, no logré reprimir las lágrimas, pensaba que no debía llorar en público, pero no logré controlar mi cuerpo.

Mi relato puede parecer una narración turística, pero les aseguro que la fe es la primera cosa que un misionero trae consigo. Mientras lloraba frente a esos niños pensaba que el Señor por  30 años me ha preparado para esto, y ahora mi conversión es necesaria y urgente.

Por mí solo no lograré nada, pero con el Señor en el corazón podré ayudar realmente a este pueblo.

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