“Lo escuchaba atento y no podía quitar de mi mente la escena de los discípulos de Emaús”. Era el tercer día del Camino de Santiago, esta centenaria peregrinación hacia la Catedral de Santiago de Compostela, templo que custodia los restos de este apóstol de Jesús. Junto con un hermano salesiano nos aventuramos a recorrer ciento quince kilómetros a pie, yendo tras las huellas y los caminos que millones de peregrinos, con el pasar de los siglos, han hecho. 

Después de dos días de recorrido, los pies y las rodillas reclamaban un descanso, pero sólo se podía descansar al llegar al albergue en el que nos quedaríamos casi treinta kilómetros más adelante. Mientras iba caminando, se me venían a la mente los rostros de las personas con las que había compartido recientemente. Constantemente cantaba en mi cabeza el estribillo del “ven con nosotros a caminar, santa María, ven”. Pero el cansancio estaba de igual modo.

Nos detuvimos un momento para almorzar y recobrar algo de energías. Nos faltaba la mitad del camino para finalmente llegar al lugar de reposo. Continuamos el viaje con un ritmo acelerado: “mientras más rápido lleguemos, más tiempo vamos a descansar”, pensé. Pero algo nos detuvo en el camino. 

Un señor anciano, a la orilla de la vereda, se nos acercó y comenzó a conversar con nosotros. “¿De dónde vienen? ¿Hace cuánto tiempo que están haciendo el Camino de Santiago? ¿Cuánto les hace falta?” De un momento a otro nos propuso rezar el rosario mientras continuábamos caminando. El ritmo del paso se redujo, pues tuvimos que adaptarnos al ritmo suyo. Mientras mis labios recitaban las Ave María, mi mente pensaba “Vamos a llegar tarde. No podremos descansar tanto”. 

Seguíamos caminando y rezando, y me puse a contemplar la escena que estaba viviendo. ¿En realidad un señor extraño se nos acercó para conversar con nosotros y para rezar? No pude evitar recordar el pasaje del evangelio según san Lucas de los discípulos de Emaús. Al igual que ellos, nosotros íbamos cansados y desesperados. Al igual que a ellos, a nosotros nos salió al encuentro un extraño que comenzó a hablarnos. Al igual que ellos, estábamos haciendo camino con él “al tercer día”.

La frustración por haber bajado las revoluciones al ritmo de la caminata desapareció. Es más, también el dolor de las piernas se redujo. Quizá lo que necesitaba no era tanto descansar recostado en la comodidad de una cama, sino simplemente caminar a un ritmo más tranquilo, contemplando los paisajes alrededor y respirando con tranquilidad. 

Terminamos de rezar el rosario. El señor nos agradeció por el hecho de que lo hubiéramos acompañado en el camino rezando con él. Nos compartió que era el quinto rosario que rezaba en el día, cada uno con distintos peregrinos. Lo escuchaba atento y no podía quitar de mi mente la escena de los discípulos de Emaús. Era el momento de despedirnos de nuestro compañero de camino. Antes de decirle el adiós le pregunté cómo se llamaba. Me volteó a ver, y con una sonrisa en los labios, me dijo: “Jesús”. 

 

Compartir