Sergey Nivens Por qué la “grosería” es un vicio

El mundo moderno ha aumentado exponencialmente los conocimientos, las posibilidades, las herramientas... pero también los vicios. Un vicio que parece haber tomado residencia permanente en todos los estratos de la sociedad es la grosería.

¿Cuándo los comportamientos y estilos de vida son vicios? Cuando empobrecen e inhiben nuestra libertad, nuestras relaciones, nuestra calidad humana. La grosería entra perfectamente en estos parámetros: por eso puede llamarse con razón un vicio: no importa si es capital o no.

¿Quiénes son los patanes locales? ¿Dónde los encontramos? Los que ignoran las reglas más elementales de los llamados “buenos modales”. Y están dispersos por todas partes. Están prácticamente convencidos de que las normas de convivencia como personas civilizadas son un ataque innecesario a su libertad, espontaneidad y autenticidad. Traducido a la práctica significa una forma burda, arrogante y estúpidamente egoísta de relacionarse con el prójimo. Así, las antiguas “buenas maneras” han llegado a un mal fin: se han convertido en sinónimo de inautenticidad, de formalismo cuando no de hipocresía. Por desgracia, el precio de esa autenticidad espontánea es muy alto: a menudo se tiene la sensación de vivir entre manadas de groseros, tan vulgares como ignorantes.

Cómo reconocerla
Es fácil reconocer al grosero en extremo. Grita y vocifera a todas horas, sin importarle las molestias que provoca; escupe insolencias y trivialidades en un flujo continuo; mancha los muebles, los baños públicos, las paredes recién “restauradas” y los autobuses con “cosas” de las que avergonzarse. Sin embargo, él, el patán, no se avergüenza precisamente porque las normas de convivencia no son para él. Y lo peor es que él, el patán, siempre quiere hacerse pasar por listo, y no se da cuenta de que no es más que un concentrado de grosería, vulgaridad, prepotencia, conformismo, desvergüenza... Se le encuentra en todas partes: en el mostrador de la oficina, en las colas de los bancos, en el transporte público, en las salas de espera, en las escuelas y hasta en la iglesia. Para ellos, los demás, sus vecinos, no existen en absoluto.

¿Son acaso los patanes pobres “parias” de la sociedad? ¡No, en absoluto! Suelen ser personas que han ganado su dinero y, por tanto, se sienten importantes. Tal vez ocupen puestos de cierta responsabilidad o ejerzan profesiones nada despreciables. ¿Qué tienen en común? Una inmensa falta de humanidad. ¿Los groseros nacen o se hacen? Uno y otro. La primera grosería se respira en casa. Cuando los padres se expresan entre ellos y con sus hijos con palabrotas e interjecciones que aquí son irrepetibles, no hace falta decir que los pequeños sólo podrán expresarse de la misma manera: desde la guardería hasta la universidad y más allá.

La grosería y el individualismo
Sin embargo, si se observa más de cerca, la grosería va de la mano del individualismo típico de esta sociedad nuestra. La gente vive al lado de la otra sin darse cuenta, puerta con puerta y sin conocerse, centrados en sí mismos, en sus propios intereses, desconfiando de los demás. Los derechos se reclaman enérgicamente, pero los deberes se ignoran con el mayor descaro. En una sociedad de individuos, sólo cuenta el individuo y su propia libertad. Uno sólo ve su “yo”: los demás no existen. Y uno no se da cuenta de que sin los “otros” su mega-ego no se sostiene: en la familia como en la sociedad. Demasiado razonamiento para alguien que usa la cabeza para otra cosa.

Gracias a Dios, el mundo no está formado sólo por patanes incivilizados. Pero hay algunos, y no pocos. Su grosería generalizada a todos los niveles y edades revela una preocupante incapacidad familiar, escolar, social, comunicativa, política, etc. De hecho, el maleducado o grosero no sabe relacionarse con su prójimo, del que no tiene estima ni respeto. Vivir bajo la bandera del espontaneísmo individualista empobrece la posibilidad de relaciones verdaderas y profundas: todo se ahoga en la superficialidad y la banalidad.

El patán, encerrado en su diminuto yo, no sólo es incapaz de amar y darse a sí mismo, sino que ni siquiera es capaz de comprender que sólo con los demás, en espíritu de solidaridad y fraternidad, puede vivir mejor. Desgraciadamente, a los demás les importa un bledo. El vicio acecha precisamente en este déficit de cualidades humanas.

Cómo vencerlo
¿Existe una terapia? Ciertamente: todo vicio tiene uno. En este caso, hay que redescubrir la “virtud” de los buenos modales o, si se quiere, la cortesía social. No se trata de crearnos máscaras e introducir en las relaciones familiares, escolares, profesionales y sociales la hipocresía de una cortesía a ultranza. El dicho de que “el cliente siempre tiene la razón” es un ejemplo de una cortesía social que hay que excluir: demasiado interesado y con olor a dinero... que puede ser un buen olor, pero también es peligroso.

La terapia, es decir, relacionarse con los demás de una determinada manera, se aprende, por así decirlo, con la leche materna, en el regazo de mamá y papá (siempre que sepan por dónde empezar): saludar cordialmente, sentarse a la mesa con compostura, saber escuchar, hablar sin vulgaridad, ceder el asiento en el autobús, etc. El vecino modera su agresividad; está atento a los demás, pero no es intrusivo. Sobre todo, no somete al prójimo a la tortura de su tosquedad. Unos rasgos, entre otros muchos, nada heroicos, pero cuya carencia hace de la cortesía social, o de los buenos modales, una verdadera emergencia educativa.

En definitiva, educar y educarnos en el respeto a los demás, en la equidad y en la atención al prójimo, en rebajar el devastador cociente de la grosería rampante, significa considerar a los que nos rodean no como “otros”, es decir, extraños a nuestro mundo personal, sino como “prójimos” y más aún, como “hermanos”, por los que Cristo dio su vida y que ahora nos confía a cada uno de nosotros para caminar juntos hacia Él. ¿Un objetivo demasiado elevado para los simples mortales? Sólo los horizontes amplios hacen grandes a las personas. La baja mediocridad sólo engendra patanes.

 

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 258 Julio Agosto 2022

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