Había un joven fugado de casa, y que ya sabía lo que era la pandilla, la droga, la violencia. Hace algunos años hablaba yo a un grupo de postnovicios sobre la actitud de “amorevolezza” que practicaba Don Bosco con los muchachos, y que se pide a todo educador salesiano. Una actitud inspirada en Jesús Buen Pastor y que conjuntamente expresa bondad, dulzura, misericordia, paciencia, cariño… Y hacía referencia a los destinatarios preferenciales de Don Bosco: los jóvenes “pobres, abandonados y en peligro”.

Un postnovicio me indicó que en el oratorio donde él trabajaba pastoralmente los domingos había un joven en esas condiciones: fugado de casa, y que ya sabía lo que era la pandilla, la droga, la violencia, el robo, la cárcel… pero que deseaba redimirse. Amílcar era su nombre, más conocido como “el Gato” por el color de sus ojos, pero quizá más por su astucia.

El postnovicio me lanzó un desafío: que lo hospedáramos en las instalaciones del oratorio, y que le diéramos un trabajo en el seminario, para ayudarlo a salir de su situación. Por no caer en aquello de “predica pero no practica”, acepté temerariamente el reto. Entonces no tenía ni remota idea de lo complicado que es trabajar con ese tipo de jóvenes. Sin ninguna asistencia psicológica ni médica, ayunos de experiencia, aceptamos a aquel joven en nuestra casa, confiados ingenuamente en nuestra buena voluntad y en la “magia” del sistema preventivo.

Naturalmente la experiencia fue -humanamente hablando- un fracaso. Al principio el joven parecía responder bien. Se sentía contento, acogido con bondad entre los seminaristas. Hacía esfuerzos denodados por dejar la adicción y su pasado. Así duró cuanto pudo, quizás un par de meses. Cuando se sintió fortalecido, decidió abandonar el nido, que ya se le había vuelto una camisa de fuerza para sus alas, acostumbradas a surcar los aires de una vida de calle. Al poco tiempo sucedió lo que en buena lógica era de esperar: volvió a sumergirse en el abismo de su vida anterior.

Sin embargo, algo había quedado en lo profundo de su corazón. Se le había dado a probar el afecto, el cariño de amigos. Se había sentido tratado como persona, valorado sin importar su pasado, se le hizo sentir valioso para Dios.

Hizo otro intento con nosotros, bajo el paciente cuidado del P. Seas, que lo acompañaba con la dulzura de Francisco al lobo de Gubio. Pero el final de tanto esfuerzo era siempre la recaída. En dos ocasiones le ayudamos a ingresar a un hogar de los franciscanos, en Sumpango. Allí era diferente, pues recibía asistencia especializada. Sin embargo, cuando la rehabilitación parecía lograda y se reintegraba al mundo de la vida ordinaria y del trabajo, nuevamente las recaídas, prolongadas, dolorosas, desesperanzadoras.

Yo lo encontré muchas veces, evadiendo el dolor de sus heridas internas bajo el vapor intoxicante del pegamento. Confieso que llegué a desesperar de su recuperación y lo consideré caso perdido.

Hasta que un día me dio la sorpresa. Después del tercer intento en el hogar de los franciscanos, felizmente logró salir del abismo e integrarse al mundo del trabajo. Ya han transcurrido varios años y pareciera que el milagro se ha consolidado. Su situación económica y familiar no es la ideal, pero ya no está sumergido en el bajo mundo de la adicción y la delincuencia, y vive la vida con optimismo y satisfacción interior.

Algo que nunca olvida son los rostros de algunos salesianos que se cruzaron en su camino y que lo trataron con bondad. Como una nochebuena en que se metió a robar a la casa salesiana de su zona 8. El P. Pepe Ruiz lo encontró metiéndose en sus bolsillos unos chocolates que adornaban el árbol de navidad. Lejos de regañarlo, le preguntó si tenía hambre. Fue a su habitación y le regaló una caja de chocolates y unas galletas, y lo despidió con un apretón de manos y el saludo de navidad. Para el Gato, Don Bosco es su héroe, a él le atribuye su recuperación. Y lo ha conocido a través de la “amorevolezza” de los salesianos.

 

 

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