educardb1 Dos gorriones tomaban el sol  beatíficamente en el mismo  olivo. Uno, acomodado en  lo alto del olivo; el otro, más abajo,  en la bifurcación de dos ramas. Después de un rato, el gorrión que estaba arriba, como para romper el hielo, dijo: “¡Qué bonitas son estas hojas verdes!”.
El que estaba abajo lo tomó como una provocación. Y respondió  de forma áspera: “¿Pero estás ciego?  ¿No ves que son blancas?”.  El de arriba, despechado, le soltó:  “¡El ciego eres tú! ¡Son verdes!”.  Y el otro, desde abajo, con el pico  en alto, espetó: “¡Son blancas! No entiendes ni pío. ¡Estás loco!”.

El gorrión de arriba sintió que le  hervía la sangre y, sin pensarlo dos  veces, se lanzó sobre el adversario para darle una lección. El otro no se  movió. Cuando estuvieron cerca, uno  frente al otro, con las plumas del cuello enhiestas por la ira y antes de comenzar el duelo, tuvieron la sensatez  de mirar en la misma dirección hacia arriba.

Al pajarito que venía de allí se le escapó un “¡Oh!” de asombro: “¡Es  verdad! ¡Son blancas!”. Entonces le  dijo a su amigo: “¿Por qué no vienes  arriba donde estaba yo antes?”.  Volaron a la rama más alta y esta  vez dijeron los dos juntos: “Son verdes”.

Muchos sufrimientos de los seres humanos, grandes y pequeños, los  provoca eso que llamamos “incomprensión”. La comprensión es, ante todo, una actitud mental, un fruto de  la voluntad, una de las voces más  significativas del verbo amar.

La tarea más seria para los padres  es precisamente crear en su familia  una cultura de la comprensión. Las  relaciones familiares no pueden ser  profundas y constructivas sin verdadera comprensión. Las personas cometen errores con los hijos, con los  parientes cercanos y con todos los  miembros de la familia. Pero eso no  significa que sean malas. Simplemente no hacen ningún esfuerzo para comprenderlos de verdad. Son  analfabetos del corazón. Se impone  cambiar la lógica. Normalmente se  piensa que cuando dos personas están en desacuerdo, una tiene razón y  la otra está equivocada. Pues no: con  frecuencia las dos tienen razón, cada  una desde su punto de vista. Como en  la historieta de los dos pájaros.  

Comprender significa no juzgar. Lo que quiere el que juzga es sólo protegerse a sí mismo: en vez de contrastarse con el otro, se contenta con  colgarle una etiqueta. El problema  está en que cuando se juzga y se cuelgan etiquetas, se acaba por interpretar todo de acuerdo con el “prejuicio”. Si un padre piensa que su hijo es perezoso, acaba por reaccionar viendo todos los actos de su hijo presididos por la pereza y el hijo encontrará, sin duda, al padre autoritario y tiránico. El comportamiento del padre provoca una fuerte resistencia del hijo que se ve como una prueba más de pereza, de modo que el padre aumenta sus críticas y actitudes autoritarias. Puede convertirse en un engranaje infernal.

El primer resultado de un deseo real de comprensión es la confianza. Se debe tratar de comprender antes que ser comprendidos. Si no se comprende al otro, no sabremos nunca lo que le interesa verdaderamente. Todos tienen la tendencia a proyectar los propios sentimientos sobre los demás. “Cuando mi mamá tiene sueño, me manda a dormir a mí”, afirma un niño. También en cuestiones importantes se piensa: “Si es importante para mí, debe de ser importante para ellos”. Si se quiere ayudar de verdad a un hijo hay que entrar en su mundo. Cada persona es única, cada uno tiene necesidad de ser amado a su modo. Es, por tanto, indispensable tratar de comprender y hablar el lenguaje de  amor del otro.

Para comprender hace falta aprender a controlarse. El mal humor, el nerviosismo, la irritación, la cólera y, sobre todo, la necesidad de tener razón a toda costa complican terriblemente la comprensión. Las emociones fuertes hacen de filtro para lo que dice el niño.

La comprensión nace de la escucha. Las únicas personas que pueden dar informaciones, naturalmente, son los hijos. Y el único modo de obtener esa información es escucharlos atentamente. Cuando estamos ocupados o distraídos, resulta imposible escuchar en realidad lo que los niños nos están diciendo.  Algunas investigaciones han demostrado que los padres captan solo la cuarta parte de lo que dice un niño.

Para escuchar de verdad hay que aprender a traducir.  Es el primer momento de la que se llama escucha “empática”. La empatía debería ser la “dote profesional”  de los padres. Es una forma de “sentir al otro dentro”,  de dejarse captar profundamente. Es la táctica del “cireneo”: los padres toman sobre sí el peso del hijo, renuncian a una parte de su agrado para asumir sobre  sí su infelicidad.

La comprensión tiene una función creativa real. Es decir, la comprensión del problema realiza por sí misma cierta transformación en la personalidad de los  hijos. Sirve para encender un reflector en su mente;  para iluminar lo que sienten pero no logran expresar.  Se llega a ello cuando un hijo explota en un “¡Es exactamente eso!” lleno de agradecimiento. Si, además, uno de los padres dice: “Lo mismo me pasó a mí...”, la sintonía sería casi total.  Padres e hijos no son contendientes, sino aliados y socios en la empresa de la vida.

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