Dios sabía de antemano que el pecado iba a causar muchas desgracias. Dios sabía que incluso iba a ocasionar la muerte afrentosa de su propio Hijo. A pesar de todo Dios permitió el pecado. Aunque ya preveía unas consecuencias tan espantosas.

Lo permitió porque Dios quiso respetar la libertad del hombre. Tenemos que confiar en que Dios es capaz de sacar del mal un bien mayor.

S. Pablo tiene una frase desconcertante: “Dios hizo que todos los hombres cayeran en rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32). Es decir que Dios permitió el pecado para que el hombre tuviera la oportunidad de conocer y experimentar algo realmente nuevo, inaudito e inimaginable: el amor misericordioso y perdonador de Dios. ¿Cómo se entiende esto? El ejemplo de una amistad nos ayudará un poco.

La calidad de una buena amistad se prueba en las dificultades. Como dice una vieja canción:

“Muchos te alaban si triunfando estás,
mas, si fracasas bien comprenderás,
los buenos quedan, los demás se van”.

Supongamos que ofendo gravemente y con toda intención a quien era mi mejor amigo. Rechazo su amistad de una forma grosera, y le causo un gran sufrimiento. Supongamos también que ese amigo supera la crisis y se muestra dispuesto al perdón y a reanudar la amistad. Que en cuanto yo manifiesto el mínimo deseo de reconciliación, él olvida lo pasado y me ofrece la oportunidad desinteresada de comenzar de nuevo.

En este caso, mi ofensa ha dado al amigo la ocasión de demostrarme que su amor por mí era oro puro. Un ejemplo raro de desinterés. Si yo no le hubiera ofendido, le hubiera ahorrado un gran dolor, pero nunca habría conocido hasta dónde llegaba la profundidad de su amistad. Ahora tendré mucho más cuidado de no volver a perder una amistad tan valiosa. La ofensa (algo negativo), sirvió para unirnos más (algo positivo).

Así vemos cómo el desprecio culpable de un hombre (en el ejemplo anterior, mi ofensa), puede convertirse en la ocasión que hace posible que el amor del ofendido (mi amigo) se conserve, se transforme y supere sus propias realizaciones anteriores. El desprecio culpable de un hombre puede convertirse en la ocasión que hace posible que aquel individuo, ofendido y traicionado, perdone la ofensa, la supera, la redima y pueda así surgir un amor nuevo, antes desconocido, con una intimidad tan grande que uno llega a exclamar: “Bendita ofensa que me dio oportunidad de conocer y experimentar un amor tan hermoso”.

El ejemplo que hemos escogido no es sino una pálida imagen de lo que ocurrió realmente con la amistad que Dios ofreció al hombre desde la creación. El hombre la rechazó estúpidamente y obtuvo de Dios una respuesta inesperada e incomprensible: obtuvo a Cristo.

El padre misericordioso de la parábola (Lc 15,11-32), ‘permitió’ al hijo pródigo irse de la casa a malgastar su hacienda (permitió el pecado), para mostrar que, al culpable, se le abre un conocimiento cabal de lo había perdido. Se le ofrece un amor mayor cuando regresa a la casa.

El hijo pródigo ya sabía que su papá le amaba, pero nunca se imaginó que ese amor era tan grande que, al regresar arrepentido, en lugar de castigarlo, como merecía, y tratarlo desde entonces como un criado, lo iba a colmar de besos e iba a celebrar una fiesta en su honor.

Dios permitió el pecado para mostrarnos que su amor por nosotros es mucho más grande de lo que jamás hubiéramos imaginado: Para perdonarnos a nosotros, no ahorró a su propio Hijo el trago amargo de la cruz, como paso hacia la resurrección.

Ahora, para salvarnos, debemos unir nuestras vidas a la vida de Cristo. Tenemos que completar en nuestra carne lo que ‘falta’ a los sufrimientos de Cristo (Col 1,24). Por eso llevamos siempre, en nuestros cuerpos, por todas partes, el morir de Jesús.

¿Por qué trata Dios tan mal a sus amigos en el mundo? Porque unidos a él, deben seguir su misma lógica que es la del grano de trigo, el cuál si no cae en tierra y muere, no da fruto, pero, si muere, da mucho fruto (Jn 12,24). Porque al confiarnos por completo a Él, llegamos, sin saber cómo, a la verdadera ‘personalidad’ (quien pierde su vida la encontrará). El fin del sufrimiento con Jesús es la vida, la resurrección, la victoria, la gloria con Cristo (2Co 4,10).

Posiblemente ahora nos encontremos en la posibilidad de comprender aquello que se canta en todas las iglesias en la noche de la Vigilia Pascual, el Sábado Santo: “Necesario fue el pecado de Adán que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que nos mereció tal Redentor!”