El cristiano y la cruz. Comparto con Uds. esta reflexión sobre la importancia del misterio de la Cruz en la vida cristiana:

La Cruz como medio de salvación. Dios quiso realizar la salvación de todos los hombres por medio de su Hijo muerto en la Cruz: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Pero, ¿por qué Cristo, Hijo de Dios encarnado, tuvo que morir en la cruz? Pues porque “No hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama”. Cristo vino para evitarnos la condenación. Él se enfrentó al mal como el pararrayos en una tormenta. Asume, así, el poder destructivo del mal y lo anula para que no nos aniquile. De esa forma se nos garantiza la vida eterna después de la muerte física. Por su Cruz, reconcilió a todos los hombres con Dios. Cristo se ofreció como hostia viva, santa y agradable a Dios; y su sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres.
Espiritualidad de la Cruz. “Estoy crucificado con Cristo… Vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó hasta entregarse por mí” (Gá 2,19-20). “Líbreme Dios de gloriarme sin no es el la Cruz de nuestro Señor Jesucristo; por él el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gá 6,14). “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús quien e humilló y se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz. Por eso Dios lo exaltó…” (Fil 2,5ss). “Sabemos que nuestra vieja condición humana ha sido crucificada con él, para que se anule la condición pecadora y no sigamos siendo esclavos del pecado” (Rm 6,6). El camino de la perfección pasa por la Cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la mortificación de cumplir con exactitud nuestros deberes de cada día. Ello conduce gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). “Todos vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y preparados para seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42). Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces, éste nos une a Su pasión redentora. Es común la tendencia a evitar la cruz en nuestras vidas. La tendencia es legítima si pensamos que también Jesús oró en el Huerto de los Olivos diciendo: “Padre, si es posible aparta de mí este cáliz”. No olvidemos, sin embargo, añadir como el mismo Jesús: “Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Más bien bendecimos a Dios porque “Él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios. Porque si es cierto que los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, también por Cristo rebosa nuestro consuelo” (2Co 1,3-5).

La Cruz como centro de la predicación evangelizadora. “Los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos; pero para los llamados, tanto judíos como paganos, un Cristo que es fuerza y sabiduría de Dios” (1Co 1,22-24). “Cuando llegué a ustedes, hermanos, para anunciarles el misterio de Dios no me presenté con gran elocuencia y sabiduría; al contrario, decidí no saber otra cosa, mas que de Jesucristo, y éste crucificado” (1Co 2,1-2). Tengamos en cuenta estas palabras de San Pablo cuando se nos pide insistir en el kerigma para llevar a los fieles al encuentro personal con Jesucristo vivo.

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