Oración. sxc.hu Presido la misa en la espaciosa y bella iglesia María Auxiliadora, en San Salvador. Sentado, escucho al lector que lee con veneración el texto litúrgico.

De repente veo a una humilde anciana que camina trabajosamente frente al altar. Sus pasos pesados, torpes dan a entender que sufre de una severa artritis.

La señora, con porte noble y humilde a la vez, se detiene frente al gran crucifijo negro que se yergue cerca del lado derecho del altar. De pie, fija su mirada en el cuerpo inerte de Jesús colgado de la cruz. Después comienza a arrodillarse en la fría grada de mármol. Me aflige ver el enorme esfuerzo que significa para ella esa posición lograda después de un prolongado esfuerzo.

Sigo con el rabillo del ojo los movimientos trabados de esta devota. Ella se inclina profundamente hasta casi tocar el piso con su frente. Me asusto. Pienso que se va a desmayar por el esfuerzo hecho. Pero no, es un exquisito gesto de adoración al Señor.

La señora se yergue y extiende sus brazos, clavando la mirada serena en la imagen del crucificado. Ora sin mover los labios, pero su rostro es de sobra elocuente. Nada de angustiosa súplica. El rostro sereno, en paz traduce la intensidad de su oración silenciosa.

Entonces cruza los brazos sobre el pecho y baja la cabeza en actitud humilde. Así permanece unos minutos.

Yo tengo fija la mirada en esta humilde y sencilla mujer. Nunca en mi vida he visto a nadie orar con tal exquisitez.

Ella levanta su rostro y vuelve a mirar a Cristo crucificado con mirada desbordante de confiada dulzura. Después, con movimiento lento comienza el proceso laborioso de ponerse de pie. Se apoya con ambas manos en el piso para impulsar su sufrido cuerpo. Primero una pierna, después la otra. Una lentitud noble.

Ya en pie, vuelve a mirar a su Señor y se retira pausadamente.

Pensé en la profetisa Ana que servía en el templo de Jerusalén y tuvo la dicha de recibir al infante Jesús.

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