Qué viaje... Viajar a Roma siempre despierta ilusiones. Esta vez estábamos convocados los cuarenta directores del Boletín Salesiano. El viaje procedió normal hasta que llegué a Amsterdam. Mi tiempo de conexión a Roma era una hora escasa.

Parte de la hora fue correr por esos infinitos corredores del inextricable aeropuerto. Correr era normal, pues casi todo el río humano corría en distintas direcciones. Migración: el oficial mira y remira mi ajado pasaporte, lo pasa a su compañero, llega un tercer oficial, lo miran con lupa, amablemente me invitan a una oficina policial. Quince minutos después me lo devuelven, pero mi avión a Roma ya se había ido. Más corredores para que me pongan en lista de espera en el siguiente vuelo dos horas mas tarde. La empleada, muy amable, me indica que en los próximos tres días todos los vuelos están completos. Otros corredores, y pongo cara de congoja al ver la larguísima fila abordando el nuevo vuelo. Una empleada, amablemente, me hace abordar el avión al margen de la fila. Mi cielo interior se despeja un poco. En el aeropuerto de Roma ya se había ido quien me esperaba. Ahmed, el eficiente taxista que me llevó a la casa salesiana, me saca cuarenta euros. Llego cuando todos los convocados se encaminaban al comedor para la cena. Exclamaciones de alegría al comprobar que no había quedado atrapado en una cárcel holandesa.

Los tres días de reunión pasaron y me quedaba la oportunidad providencial de celebrar la fiesta de María Auxiliadora en Turín. Entonces o nunca. Viajaría en tren a las diez de la mañana. Me llevaron a la Magliana, una estación del metro algo cercana. Mis cálculos habían sido demasiado optimistas. Tráfico lento hasta esa estación. Viaje lento en un metro atestado de gente silenciosa y estoica. En Termini, la gran estación de trenes, corro a comprar el boleto. La fila es larga y falta poco para las diez. Boleto en mano corro a los andenes: ¿Desde cuál andén partirá mi tren? Esquivando gente que también corre, llego al anden 1. Alguien me dice que es en el 21. Me hubiera gustado volar para llegar a tiempo hasta allá. Es llegando y el tren comienza a moverse. El hombre de la cachucha me dice que en el andén 1 hay un tren para Turín que está por salir. Nunca corrí tanto. Llegué cuando empezaban a cerrarse las puertas. Logré colarme y todavía pregunté para asegurarme: ¿Turín? – Sí, suba. El alma me volvió al cuerpo.

La celebración de la fiesta de María Auxiliadora no me la imaginaba en absoluto. Con emoción concentrada participé en los momentos más significativos. Valieron la pena las peripecias vividas. Estaba alojado en la casa de huéspedes Mama Margarita, separada por una calle del enorme conjunto de la obra salesiana. El día 25 debía tomar un taxi a las 5 am hacia el aeropuerto rumbo a El Salvador. Marissa, la señora de la administración, me había asegurado que contactaría uno puntual a la puerta de mi alojamiento. El puntual fui yo, no el taxista. Esperé con angustia quince minutos, y nada. Me apresuré a la gran avenida cercana por si lograba pescar al paso un taxi. Nada. A las seis se abrió la portería salesiana. Pedí que me llamaran un taxi. El avión saldría a las 6.40. Indiqué al joven taxista que se trataba de una emergencia. Entré al aeropuerto como un bólido y, para mi desconsuelo, la empleada me informó que el vuelo ya estaba cerrado. Dos empleados comenzaron a hacer malabares interminables en su computadora para enviarme a París y, de allí, a Amsterdam. Se logró el enlace con el agregado de 124 euros de multa. Y de nuevo a correr, porque ya todos los pasajeros estaban en el nuevo avión. Corro y corro casi a ciegas, pues no identificaba la sala de abordaje. Para aumentar mis congojas, oigo por los parlantes: Se ruega al pasajero Jeriberto Jerrera abordar el avión para París, que está por salir. Ese era yo, pero sin jotas. Me reciben en la puerta del avión con cara de pocos amigos. Sentado en mi milagroso asiento, respiro profundo y regresó mi alma al cuerpo.

No sé por qué los franceses construyen aeropuertos tan grandes. Nuestro avión quedó parqueado lejos de la terminal y hubo que cubrir la distancia en bus. De esa terminal debía ir a otra, de nuevo en bus, que se movía en vueltas y revueltas. Yo tenía escasos minutos para lograr la conexión. Nuevas carreras por infinitos corredores con los ojos fijos en los carteles luminosos para no perder la J 29, mi puerta anhelada.

Por fin, Amsterdam. Tiempo de conexión estrechísimo. Aquí sí supe lo que son los corredores infinitos. Bendito el que inventó las bandas móviles. Me sentía como el gato con botas dando largas zancadas en esas bandas corredizas. Casi sentía el viento en contra. Al llegar a la puerta de abordaje, había una multitud esperando. No entiendo cómo aguanta un avión con tanta gente. Controles rigurosos antes de abordar. Pensé: Solo falta que mi pasaporte despierte sospechas de nuevo. Oh, noooo, volvió a suceder. La holandesita del control, muy sonriente, me mandó al policía, quien, muy sonriente, metió todos mis datos en su computadora y, muy sonriente, me lo devolvió. Esta vez sí que mi alma tardó un rato más en regresar al cuerpo.

Ya dentro del inmenso avión, no me importó quedar atrapado entre dos señoras gordas que se pasaron durmiendo casi todas las diez horas del vuelo. Lo importante es que ya no tendría que correr por aeropuertos laberínticos ni enfrentarme a policías suspicaces. Me daban ganas de gritar mi sentimiento de alivio. Pero me contuve, no fuera a suceder que apareciera un amable policía holandés y me condujera a una estación de control.

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