Bendito Oratorio. Cada mañana de domingo van llegando al Oratorio los jóvenes jugadores de fútbol. Los más pequeños juguetean con la pelota en grupos ensayando habilidades. Los mayorcitos se sientan en plática de amigos. Finalmente llega la hora de invadir el salón. Los pequeños desparraman energía y vivacidad. Los otros, los más grandes, ostentan una seriedad prematura.

Es la hora de la catequesis o la misa. Los numerosos catequistas y animadores, algunos jóvenes, otros adultos avezados, les irán instilando menudas dosis de formación humana y cristiana. Es como sembrar semillitas de vida en corazones a veces no cultivados, pero receptivos.

Pan de la palabra. Y pan del otro. Un sabroso sandwich que les cae de perlas. Algunos llegan sin desayunar.

Después, a jugar fútbol. Dos canchas de grama sintética defendidas por malla metálica. Casi siempre serán cuatro partidos en cada cancha. Con árbitros - padre e hijo - de rostros serios como juez en tribunal. De verdad que infunden respeto.

Es una delicia ver a estos chicos y jóvenes emular a Messi o Cristiano Ronaldo. Porque de verdad juegan con arte, fuerza, sentido de la estrategia y mucha malicia deportiva.

No sé quién los ha iniciado en el arte del futbol. Lo que si queda patente es que no tienen dinero para costearse un entrenador. Ni falta que les hace. En futbol son experimentados jugadores.

Les hemos exigido presentarse con uniforme, aunque sea de costo mínimo y así el arbitro pueda identificarlos. Exigencia imposible. Para muchos, costearse una camisola sencilla les resultaría cuesta arriba. A duras penas logran reunir las monedas para pagar el arbitraje.

Vienen de barrios pobres, donde las pandillas reinan intocables. Están habituados a vivir a la defensiva. La calle es su espacio deportivo. Manejan un lenguaje rudo. Pero tienen un corazón sensible al gesto amable, a la sonrisa cordial.

Prefiero ver sus partidas de futbol que esos clásicos encuentros de equipos famosos que se ven en la televisión. Aquí se lucha con garra. Las jugadas son relampagueantes. El espacio reducido del futbol sala los obliga a la mente rápida, al instinto sagaz.

Los pequeños parecen traer el futbol en sus genes. Lo que no ganan en fuerza lo suplen con la agilidad. Los choques los hacen rodar como muñecos de peluche. Ni una queja. Ni una protesta.

Con los jóvenes es otro cantar. Velocidad increíble, fuerza de titanes, adrenalina desbocada. Disparos que son cañonazos. No entiendo cómo es que no estalla la pelota cuando rebota en el marco metálico. O en la espalda del contrario. Menos mal que los espectadores estamos protegidos por una fuerte malla metálica. Aun así, a veces los reflejos nos hacen saltar.

¿De dónde sacan energía estos muchachos para jugar un partido de futbol a ritmo acelerado? ¿De dónde sacan coraje estos porteros que se lanzan como gatos para atajar disparos a corta distancia?

Claro que abundan los choques y los pelotazos en partes sensibles del cuerpo. El afectado cae al suelo hecho un ovillo, el juego se para, sus compañeros lo auxilian, se incorpora poco a poco y el juego prosigue. Ni un lamento, ni una queja.

Me encanta el oratorio. Es el espacio providencial para estos niños y muchachos endurecidos por la vida que disfrutan estas justas caballerescas con un derroche de energía que nunca hubiera imaginado.

Terminado el juego, unos sorbos de agua en el único grifo disponible. Pasan junto a mí empapados de sudor, el rostro inexpresivo. Intercambiamos un choque amistoso de puños o un apretón de manos. Hasta el próximo domingo.

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