Cuatro nuevos profesos para la inspectoría Divino Salvador. El proceso de preparación a la profesión como Salesiano es una serie de días sucesivos en el noviciado, llenos de vivencias transformadoras, cuestionantes, cansadas y entusiasmantes.

¿Cómo no ha de ser así, si en un año es necesario tomar la decisión que ha de marcar el resto de la vida? ¿Cuántos, en realidad, se toman el tiempo para decidir su futuro y cómo enfrentarlo? A mí, por metido y por gracia de Dios, me llegó a los 21 años.

Comenzó el proceso buen tiempo atrás, pero fue el año pasado en que Dios me preparó un hermoso tiempo de discernimiento, oración, vida comunitaria y mucha fe. Y fue en la recta final, en una preciosa semana de ejercicios espirituales, donde se puso toda la carne al asador. Tenía una vida por delante, una oportunidad de tomar un compromiso público y, en oración, silencio, duda, mucha duda, decidí por el sí.

El sábado temprano así fue: luego del desayuno nos sentamos los cuatro mosqueteros frente al Santísimo y dispusimos meditar. No se me ocurre mejor analogía en este momento que pensar en el silencio que se produce al apagar las luces en un auditorium, luego de la expectativa y del barullo de la gente que llega, encender el corazón y abrir los ojos al espectáculo que está por ocurrir. El distinguido director, de espaldas al
espectador, toca su varita en el atril y la levanta sutilmente para dar la entrada a una nota que todos esperan, pero que pocos saben entonar igual. Y comienza la sinfonía, los movimientos lentos y suaves, los sonidos casi insensibles y tan sutiles, que te hacen cerrarte a todo lo demás y abrirte a solo eso.

Con los ojos cerrados, la capilla inundada con el sol de la mañana y los corazones disipando el posible temor, el Espíritu Santo comenzó a entonar nuestra alma para un acto tan noble. El silencio primero, que ubica, que sienta. El pensamiento, que se deja despejar por el corazón y el lugar que se vuelve sintonía entre nosotros, base para entablar una relación de corazón a corazón.

De pronto, un pequeño movimiento de las cuerdas del corazón comienzan a desvelar la alegría que en verdad se esconde en el interior y, como regado por la sangre, se dispersa en todo el cuerpo, incendiándolo de armonía entre el pensamiento, el momento,la intención y el corazón; y la paz, tan ansiada y tan soñada de otra forma, llega como regalo preciado y sorpresa.

Se rompe esa intimidad compartida cuando llega quien ha sido nuestro maestro, para sacarnos la última foto como “aspirantes” y, con un abrazo, nos invita a pasar a la ceremonia. He de confesar que siempre que soñé con ese momento, lo soñé tenso,estresado, nervioso, nunca en la forma en que llegué. Intenté no ver a nadie, intenté dejar todo de lado y, como aquél adolescente que ha descubierto la belleza en un rostro,
así mis ojos se clavaron en el Sagrario.

El canto de entrada en qeqchí disparó la adrenalina y la emoción y llegar a nuestra banca no fue un caminar en procesión, sino un ser llevado por tanta gente hermosa que nos acompañó, como quien presenta a su niño ante el Señor.

Comenzó la santa Eucaristía con las lecturas escogidas por nosotros. Cada mensaje, junto con la homilía, era una gota de miel en nuestros labios y oídos, una fuente de consejo para el corazón, hasta llegar, finalmente, a la profesión explícita de la fórmula de nuestro artículo 24 de las Constituciones.

Cada palabra tenía un trasfondo de relación personal con Cristo, cada frase resumía la esencia de las Constituciones y cada latido gritaba la profesión desde mi corazón. Pronuncié una a una cada palabra, como si nunca las hubiese leído pero siempre las hubiese dicho. Guardé los espacios, intenté hacer las comas y la respiración y, sobre todo, me esforcé por hacer de cada letra un grito de amor en el cielo, una canción a
Dios, una caricia al amor, no a cualquiera, sino al que es el amor.

Pase a firmar la boleta a la mesa que estaba a un costado, teniendo a dos ángeles a mi lado: el padre Chinchilla y don Eliseo. Su saludo, como felicitación, fue la mayor invitación a la perseverancia y a la felicidad en la perseverancia.

La misa continuó, sabiendo que si yo había hecho público mi amor por Dios, Él hacía presente y para todos, la muestra de su amor, millón y más veces más grande que lo que yo intenté demostrar. Su entrega, su sacrificio, su donación, como comunión con nosotros, complejos mortales, como mayor regalo que a nuestra vida puede llegar.

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