...“Me encontraste cansado y prisionero en el desierto, en el cardo y el espino; me diste un trozo de pan, un vaso de agua y alero para cobijar mi sueño peregrino”. Este texto, tomado de la liturgia de las horas, puede expresar el sentimiento de quienes llegan a Casa Betania en Santa Elena, Flores Petén, Guatemala.
Niños, jóvenes, adultos, mujeres embarazadas, familias, incluso ancianos encuentran un oasis los siete días de la semana. Son acogidos con la dignidad que merece cada ser humano, por un grupo de héroes anónimos que no se motivan por criterios humanos (que juzgan y excluyen), porque tienen corazón misericordioso y atento a las palabras de Jesús: “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, fui forastero y me hospedaste.” (Mt. 25, 34-36)
Durante tres semanas como voluntaria en Casa Betania fui testigo del drama vivido por miles de hermanos que allí son atendidos. Uno de esos días llegó “Esteban” con los pies muy heridos por el largo camino. A “Matías” lo recogieron en la puerta deshidratado, casi moribundo (fue necesario llamar para que recibiera asistencia médica).
Horas más tarde arribó “Maribel” una madre soltera con dos niños menores de ocho años, y “Julia” acompañada de sus tres hijas; la mayor, de once años, tenía una mano lastimada por una caída durante el trayecto cruzando la frontera. Además, apareció “Luis” junto a “Oscar”, “Lucas” y “William” quienes manifestaron estar desempleados, pero con deseos de trabajar y superarse a pesar de su poca escolaridad.
Días más tarde se presentó “Miguel”, joven profesional, pero en igual condición laboral. A la lista se sumó “Jacinta”, quien expresó temer por su vida, y así Margarita y su esposo. Entrada la noche se asomaba a la puerta “Juan”, quien hablaba cabizbajo como quien ha sufrido una gran decepción. Regresaba como deportado y su mayor anhelo era abrazar lo más pronto posible a sus hijos de cuatro y siete años, pero todavía le faltaba más de un día de camino; le faltaban fuerzas para recorrerlo y encontró un reposo antes de seguir a tan anhelado encuentro.
Me resultó impactante la situación de un joven adolescente que huía de su hogar en donde fue violada por su padre; y la de una joven quien desde hace siete años vive en la calle porque fue abandonada por su familia. Y así cada día, mañana, tarde y noche de lunes a domingo, se escucha nuevas historias de sufrimiento y miedo, pero también de esperanza.
Llegaban muy cansados con una mirada triste, por las altas temperaturas, el hambre, la sed. Al salir se despedían con una sonrisa de agradecimiento. En la Casa Betania recibieron alojamiento por uno o dos días, comida, oportunidad de aseo, descanso, atención psicológica entre otros servicios.
Colaborar en el servicio de los alimentos, la lavandería, la recepción, limpieza, etc. tarea en las que algunos migrantes se ofrecían a ayudar, me permitió conocer una realidad a veces mal contada. El que migra no busca un sueño, va viviendo un calvario, clamando justicia y comprensión. Pero comprender solo es posible “caminando con ellos”, en un acompañar solidario, silencioso, disponible para la escucha sin juicios porque cada persona lleva una pesada carga que solo ella conoce.
Como espectadores resulta muy difícil entender por qué familias enteras abandonan casa, trabajo, parientes para tomar tantos riesgos que en ocasiones pagan con su vida.
Rosa Forlán, voluntaria puertorriqueña
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