“Autoinvitarse” para una cena no es ninguna muestra de buena educación. Un “autoinvitado” siempre será una persona non grata. Jesús un día rompió las reglas de cortesía y se autoinvitó a la cena de un rico señor de Palestina.
El adinerado se llamaba Zaqueo. Jesús se había hecho muy famoso; iba a pasar por cierta calle y Zaqueo acudió para saber quién era dicho señor. Zaqueo era bajito y regordete y, para poder ver al Maestro famoso, se subió a un árbol. Allí estaba cuando fue sorprendido por la mirada y la voz de Jesús: “Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que hospedarme en tu casa” (Lc 19,5).
Y Jesús llegó puntual a la hora de la cena. Zaqueo era un mal rico. Había extorsionado a muchos pobres. Durante aquella cena todo cambió para Zaqueo. Con Jesús en su casa no pudo seguir siendo el mismo de antes. Allí mismo, delante de sus boquiabiertos compañeros, prometió entregar la mitad de sus bienes a los pobres, y para reparar todo el daño que había causado a muchas personas.
Siempre sale al paso
Lo maravilloso de este suceso es ver cómo es el mismo Señor el que va a la casa de Zaqueo como un “autoinvitado”. La intención de Jesús era clara: iba porque allí había algo podrido y Jesús tenía muy buen olfato con respecto a los “malos olores”. Este relato del Evangelio es una confirmación de la manera de obrar de Dios con respecto al ser humano. Dios siempre sale al paso, lo persigue para darle la paz, para brindarle su amistad. Así ha obrado siempre desde el principio de la humanidad. Basta recordar una de las primeras páginas de la historia del mundo. Adán y Eva habían pecado. Pero no tuvieron suficiente valentía para postrarse delante del Señor y decirle: “Nos equivocamos”. Optaron más bien por una salida fácil. Se escondieron. Dios pudo haberlos dejado allí en su escondite temblando de pavor y con el susto a flor de piel. Sin embargo, en el paraíso resonó una voz potente: “Adán, Adán, ¿dónde estás? (Gen 3, 9). Era Dios el que tomaba la delantera al hombre para sacarlo de su miseria. Y así ha sido siempre. Jesús, en su trayectoria por este mundo, se especializó en buscar “cosas perdidas”: una oveja, una moneda, un hijo.
En la actualidad, muchos hombres y mujeres continúan hablando de la “ausencia de Dios, de su lejanía”. Y no es Dios el que se ha alejado sino el hombre. Imbuido de técnica, de ciencia, de progreso material, ha encontrado nuevos ídolos ante quienes postrarse y se ha olvidado de Dios; ha levantado un muro entre su creador y él. También hay de por medio algo muy psicológico. El hombre actual quiere un dios que no le reproche nada, un dios que no le moleste cuando peca, cuando, en lugar de ir por la derecha, va por la izquierda. Y por eso repite la táctica de Adán: esconderse y creer ingenuamente que Dios está ausente.
Una torre reconstruida
En cierta época- cuenta la Biblia- un grupo de hombres que se creyeron muy seguros de su “grandeza”. Y pensaron hacerse famosos construyendo una torre tan alta que “llegara hasta las nubes” (Gen 11). La Biblia, al narrar este acontecimiento, señala que el hombre con refinado orgullo no tomó en cuenta a Dios para elaborar su proyecto de vida. La torre comenzó a crecer gigantescamente; pero, un día, los hombres que trabaja laboriosamente en su soñada torre, ya no se entendieron entre ellos; tuvieron que separarse, y la torre quedó truncada como un monumento a la soberbia humana. La torre se llamó Babel, que quiere decir: “confusión”.
Confusión es lo que estamos presenciando en la actual escena de la vida. Desorientación de los seres humanos que, un día, en su orgullo creyeron que podían arreglárselas sin Dios. Y por cierto que les salió un proyecto de vida muy enrevesado y lleno de contradicciones y paradojas. Es el mundo que ahora nos está tocando vivir. A pesar de todo, hay algo muy positivo. Después de esta triste experiencia, el hombre se ha dado cuenta de que su vida sin Dios no tiene sentido. Lo malo es que, como su padre Adán, el hombre es un orgulloso y en lugar de derribar el muro que construyó para aislarse de Dios, prefiere que, cuando en la noche tiene miedo, se esconde entre las sábanas y cree que así todo el peligro ya está conjugado.