El transcurso de nuestra vida está jalonado por el calendario. En éste se van marcando los eventos, grandes o pequeños, de nuestro peregrinar. Es como un mapa que nos guía y da sentido a lo que, de lo contrario, podría ser una monotonía soporífera. Abrir la primera página del calendario es como empezar de nuevo la aventura de vivir. Nos esperan acontecimientos festivos, tareas por realizar, proyectos soñados o la rutina diaria cargada de esperanza.
Para quienes tenemos la suerte de creer en un Dios creador y señor de la historia, el caminar por la vida se llena de confianza. “Aunque camine por valles oscuros, tu cayado me sostiene”, dice el salmista. Hay un sentido en nuestra vida. No vivimos dando vueltas en círculo cerrado. El Apocalipsis apunta a “cielos nuevos y tierra nueva”. Nuestra condición de peregrinos nos estimula a mirar hacia adelante, evitando la monotonía enfermiza o la pereza empobrecedora.
Cristo Alfa y Omega, principio y fin. No somos producto de una casualidad cósmica. Dios creó el mundo, hogar del ser humano, que debe ser cuidado y custodiado hasta su plenitud en la celebración final de los tiempos. Los humanos no somos animales un poco más evolucionados, sino creaciones originales, pues llevamos en el alma una chispa divina. Co-creadores con Dios, nos toca la responsabilidad del cuidado de la creación y la tarea de vivir como hermanos bajo la mirada amorosa del Padre común.
Lamentablemente el pecado se infiltró en el mundo sembrando el mal destructivo. Adán y Eva desobedecen a su Creador, y pronto la tierra se tiñe de rojo con el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. La irresponsabilidad de nuestros primeros padres desequilibró la armonía de la creación.
Dios creador no se arrepiente del desastre ocasionado por la desobediencia del ser humano. Abre la ventana de la esperanza sanante, que se concretizará en el Hijo de Dios enviado por el Padre para sanar a la humanidad del descalabro en que había incurrido. La llegada de Jesús, hijo de Dios, inicia una nueva creación. No que sustituya a la primera, sino que la sana. “He venido para que tengan vida, y en abundancia”, dirá.
Los seres humanos nacemos, por el pecado original, con inclinaciones al bien y al mal. Si aceptamos la gracia sacramental de la salvación en Cristo, podemos ser triunfadores sobre las fuerzas destructivas del mal. Tenemos recursos de sobra para ser fuertes en esa lucha difícil contra el poder de las tinieblas. De la mano de Jesús podemos caminar victoriosos. La comunidad de los seguidores de Jesús, su iglesia, cuenta con recursos de sobra para llevar una vida plena. El paraíso, morada de Dios, ya no es una fantasía inalcanzable, sino una oferta generosa.
Jesús no erradicó el mal, pero nos capacitó para vencerlo. Nosotros sus seguidores, podemos caminar con fe firme por un camino sembrado de insidias y tentaciones. Dotados de la energía divina avanzamos con fortaleza y confianza hacia la patria celestial. Ese peregrinar victorioso por la vida está a nuestro alcance, gracias al cuidado amoroso de nuestro Padre, el acompañamiento de Jesucristo y la energía del Espíritu.
En la tarea de reconstruir nuestra vida y nuestro entorno contamos con virtudes. “Virtud” es una palabra del latín, lengua oficial de imperio romano. Virtud viene de “vir”, varón fuerte. Las virtudes nos fortalecen en nuestra empeñativa tarea de construirnos y construir nuestro entorno. O sea, una vida humana robusta. Las clásicas virtudes humanas son: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Todo un perfil de un ser humano de calidad y solidez.
Como miembros de la iglesia, contamos con otras virtudes: fe, esperanza y caridad. Estas son dones de Dios a sus hijos para que enriquezcamos nuestra existencia con el sabor de Dios. La fe es luz. Nos ayuda a ver más allá del horizonte terreno. Abre nuestros ojos a las realidades de Dios, la vida eterna, la plenitud de la gracia, la alegría de sentirnos amados por Dios.
Esperanza es la mirada confiada que, gracias al Espíritu Santo, nos ayuda a ver la otra dimensión de la vida humana: la eternidad. El futuro no es sombrío. El final de los tiempos no será una catástrofe, sino la fiesta del triunfo definitivo de Cristo y de sus discípulos.
Caridad equivale a Amor, con mayúscula. Dios es amor. No somos huérfanos. Contamos con un Padre entrañable que nos conduce hacia su Reino. No somos una masa humana indefinida, sino una familia con un destino feliz.