Imágen de Pedro Orozco. Creo que esta vez voy a ser valiente, o al menos intentaré tener bastante arrojo porque he decidido escribir sobre algo tan inmenso, complicado y polémico como el amor. Las siguientes líneas no las comparto motivada por el despecho, la frustración, carencia o infelicidad. Ni mucho menos por exceso, soberbia o para alardear.

Escribo sobre el amor porque, aunque parezca una verdad conocida hasta la saciedad, el amor es lo que nos motiva y el causante de nuestros milagros. Pero también, en nombre del amor, nos convertimos en tiranos, en personas infelices o dejamos de lado la cordura. Sufrimos.

Desde mi aún incompleta experiencia de vida, el amor es algo como un rompecabezas: no lo integra una sola cosa, no satisface una sola de nuestras áreas, sino que tiene muchos complementos y formas de expresarse. Y sin embargo, tiene la capacidad de ser uno solo al mismo tiempo que todo eso.

Una de esas primeras piezas seguramente debe ser el dolor. No es que me esté contradiciendo, es porque amar también es renunciar y muchas veces esa entrega duele: aceptar y superar una separación o una muerte, respetar las opciones de los hijos, dejar de ser uno mismo la prioridad para convertirse en pareja y luego en familia.

La razón es otra de las piezas fundamentales. Es cierto que el enamoramiento es placentero y colorea todo lo que tenemos enfrente. Pero si solo nos quedamos allí no trascendemos. Si solo nos dejamos llevar por lo bien que nos sentimos con una persona o en determinada situación más temprano que tarde estaremos siendo infelices porque estaremos haciendo cosas que no nos gustan, estaremos siendo quienes no somos o estaremos dentro de una adicción de casi cualquier tipo. Así que más vale acompañarnos de la razón y la conciencia para no tener que regresar desde tan lejos y muchas veces con situaciones que nos complican ese retorno.

Llegado este punto, veo que eso de amar no es nada fácil. En realidad es algo que cuesta y un montón. No es tan simple como dejarse llevar por lo que se siente. Es tan complejo como saber decidir qué es lo mejor, si lo que elijo le hace bien a mi vida o si lo que dejo es en realidad lo que no necesito. Y para eso hay que saber quiénes somos, qué necesitamos y qué queremos.

También están esas piezas del amor que toman formas humanas: familia, hijos, pareja, amigos. Si no me hubiera equivocado de ruta y hecho esperar a mi amiga por largas horas una noche en medio de una ciudad desconocida no nos hubiéramos peleado y no nos tuviéramos todavía luego de su divorcio, mi matrimonio, mis hijos y todo lo que nos une y separa de esas cosas que ambas tenemos hoy. Mantener una amistad a lo largo del tiempo y de las manías y equivocaciones propias y ajenas no es algo que salga tan fácil como el conejo de los sombreros de los magos. Hay que trabajar, ceder y estar: amar.

Si me hubiera aferrado a la idea tradicional del matrimonio y familia, no tendría a mi lado a un hombre dispuesto a hacer los esfuerzos necesarios (tareas domésticas, cuidar hijos y tener la humildad de querer corregir sus errores) para que estemos juntos y formar nuestra familia. Eso de no olvidarse de ser pareja por estar ocupado siendo padres es algo que en verdad exige mucho trabajo, esfuerzo y constancia. O sea, amor.

Elegir nuevamente a los mismos padres y hermanos si se pudiera volver a nacer, es también una prueba de amor. Y eso no es porque seamos perfectos. Al contrario. Mi núcleo familiar primario es imperfectísimo, casi un desastre. Hicimos muchas cosas bastante mal. Sin embargo, me han enseñado a aceptar sus decisiones, saber perdonar, acompañar y también a identificar cuándo tomar distancia por el bienestar común. O sea, me enseñan a amar.

Eso de quitarse el bocado de la boca para dárselo a los hijos es un cliché pero no por eso es mentira. Es de las verdades más rotundas y se hace sin dolor alguno. Pero eso de educar hijos con el objetivo de hacer de ellos personas de bien para el mundo porque saben equilibrar entre sus necesidades y las de los demás, es un verdadero reto que exige reconocer que no son marionetas, que tienen sus deseos, ideas, sentimientos, personalidad y que la vida nos los ha entregado para conducirlos, no para poseerlos. Eso también es amar y por supuesto que también es difícil y exige un trabajo minucioso, cotidiano y que demanda toda nuestra conciencia y razón.

Y también está el amor propio. El que nos guía, nos fortalece, nos enseña dónde está el límite entre el egoísmo y la entrega, entre la dignidad y el servicio, el que nos dice hasta dónde podemos dar y cuándo y cómo hay que exigir, el que nos enseña que solo somos capaces de dar lo que tenemos.

Sobran libros, cuentos, citas de todo tipo, escenas de la pantalla grande y telenovelas que nos cuentan, enseñan y dicen lo que deberíamos entender por amor. Y al mismo tiempo nuestra vida real y cotidiana abofetea esos discursos y nos demanda a cada momento ponerlo en práctica. Creo que todos sabemos que amar vale la pena, pero también cuesta… y mucho. Y si no lo sabemos, es momento de un baño de realidad y comenzar a aterrizar.

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