Imágen de : Kenneth B. Moore - Flickrfree Nací en la década de los setentas y tengo la fortuna de tener en casa álbumes de fotografías con ese clásico color sepia y bordes blancos.

En algunas de ellas aparezco en brazos de un muchacho delgado, de tez blanca, cabello negro, ojos pequeños y alargados, sonrisa perfecta y siempre me sostiene con calidez y cuidado. Sin embargo, lo mejor de esas imágenes es que, desde que tengo memoria, me hacen sonreír sin percatarme y me mueven afectos. Es mi tío, el único hijo hombre de mi abuela materna. Emigró hacia Estados Unidos cuando yo no llegaba ni siquiera a mi segundo año de vida.

Por supuesto, no recuerdo los momentos que pasamos juntos, pero desde mis papás hasta la señora a la que le comprábamos las tortillas, me han hablado todo el tiempo de cuánto me quería. Que me cuidaba con ternura, me ponía los vestidos más bonitos para ir a la tortillería, la tienda o al pasaje a ver la gente pasar, me hablaba con amor, jugaba conmigo y decía maravillas sobre lo linda que yo le parecía.

Cuando se fue de casa y del país, aún no teníamos teléfonos ni la tecnología nos permitía tanta cercanía a la distancia como hoy, así que la comunicación era poco frecuente, pero aún así siempre estaba yo presente en las preguntas y saludos de mi tío. Las fotografías hablaban bien de él y recuerdo una suya sentado al aire libre junto a una radiograbadora y a su prima. Siempre sonriendo con encanto. ¡Tan guapo!

Con el paso del tiempo, y muy a pesar de que tuvimos teléfono fijo en casa, el contacto directo pasó de ser poco frecuente a casi inexistente. Sabíamos de él por comentarios de nuestros familiares, pero siempre estaba presente en nuestros comentarios y sabíamos que cuando se veían con nuestros familiares también se actualizaba sobre nosotros. Claro que también había una que otra carta y alguna vez una llamada. Hasta que llegó el final de la década de los ochenta.

Comenzamos a saber mucho más de él y descubrimos que los afectos seguían allí. Intocables. Siempre tan guapo y simpático, igualito a como lo describían la señora de las tortillas, mi madre, mi abuela y mis tías. Las fotografías lo comprobaban. Un día fue la mejor sorpresa de todas, nos dijo que estaba listo para venir a visitarnos. ¡Increíble! Después de tantos años que nos habían parecido una vida entera. Yo ya no era la bebé que él cargaba en brazos, ya era su sobrina casi preadolescente ilusionada con verlo, pero a la que siempre se refería como “mi niña”.

Poco antes de venir, el viaje se canceló. Estuvo hospitalizado y mi mamá al teléfono lloraba y hablaba en secreto con sus primas. Luego lloraba con mi papá y creo que él intentaba consolarla y explicarle. Yo no entendía nada. Entendí algo hasta que escuché una conversación de adultos y descubrí que se trataba de VIH, pero que entonces no le llamaban así y no era tolerado ni mencionado en público. Era vergonzoso porque entonces no se sabía nada, se llamaba despectivamente SIDA y todos creían que era una enfermedad exclusiva para homosexuales. Era temor, rechazo, tristeza, discriminación, prejuicios. Era el final de la década de los ochenta y el SIDA era una epidemia mundial.

Afortunadamente mi tío sí pudo regresar a la casa desde la cual había emigrado hacía más de una década, nos pudo abrazar a su mamá, sus hermanas y a mí. No olvido presencia y andar suaves y silenciosos. Y dolorosamente también recuerdo el temor que había alrededor. Sus hermanas, entre la espada y la pared con el amor y la preocupación de lo que el mundo decía y desconocía acerca del VIH. Pero agradezco profundamente los abrazos cálidos que mi padre le dio durante esa visita. Seguía siendo alto, de tez blanca, voz suave, aunque más delgado que antes y de lo que se veía en las fotos que nos mandaba, su cabello y ojos negros y esa sonrisa tan cautivadora.

Estaba allí en persona y lo veía yo como un sueño hecho realidad. Con él he comprobado que el amor perdura para siempre cuando se siembra con pureza en un corazón. Mi tío murió un primero de enero hace más de veinte años y todavía lo amo y lo recuerdo con igual intensidad. Escucho su voz el día de su bienvenida preguntando y buscándome entre las siluetas de los adultos: “¿adónde está mi niña?” y veo su alegría y sus lágrimas dándome un abrazo. Todavía lo quiero. Nada ha cambiado, solo la forma que él tiene de estar presente.

Cada primero de diciembre se conmemora el Día Mundial del Sida. Y cada diciembre yo pienso mi tío y este año he hablado por primera vez sobre él, de manera pública y a personas que no nos conocen ni a él ni a mí, acerca de la marca y enseñanza tan importante de su existencia para mi vida: Los seres humanos, sin importar lo que vivamos, padezcamos o hagamos, somos eso: humanos. Por tanto necesitamos un trato afectivo y cálido. Si sembramos amor, eso cosecharemos sin importar cuánto tiempo pase.

Necesitamos intentar enmendar todos nuestros errores y encima de eso necesitamos encontrar un abrazo de amor en cada reconciliación. Necesitamos botar prejuicios y, tristemente, más de dos décadas después de la muerte de mi tío, todavía hay expresiones de rechazo para quienes, como él, viven y mueren con VIH. Es cierto que son menos los desprecios y hemos avanzado un montón. Pero supongo que quienes viven con VIH sienten que todavía hace falta más cercanía y camino por avanzar.

Mi tío Beto nació en un mes de octubre y murió en un mes de enero. Sirvan estas palabras para honrar su existencia intentando hacer justicia de amor en este mes de diciembre para los hombres, mujeres y niños que viven con VIH.

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