Imagen de: migueljbr- flickrfree Lo escribo entre comillas porque es el título de un reportaje que leí hace unos cuantos días en el periódico y me impactó mucho, hasta el punto de las lágrimas. No solo porque se trata del relato de una madre que atraviesa un proceso judicial por el intento de homicidio de su hijo, sino también por la obligada reflexión sobre los juicios y prejuicios alrededor de la maternidad y la sociedad a la que me expuso la autora del relato.

 

Se supone que a la mayoría de las mujeres la maternidad nos llega como una bendición y alegría. Todos esperamos que los hijos lleguen a un matrimonio que se ha esforzado por hacer las cosas como Dios manda, o al menos como nos han dicho que Dios manda.

Pues en el relato que leí nada de eso es cierto: Silvia, una joven que vive en una zona rural de Ahuachapán, está sentada frente a un juez, acusada por la muerte de su hijo recién nacido.

La periodista cuenta que Silvia habla poco, que no dijo a nadie sobre su embarazo, que se fue sola a dar a luz en medio de un cafetal -también sin decir nada a su mamá- que después de nacer el niño ella se fue y que un hombre recogió al recién nacido y vio que estaba muerto. Todo lo último, según el expediente judicial.

Llegado a este punto, los juicios y condenas afloran con facilidad. Es nuestro impulso. Silvia enfrenta un proceso judicial para buscar que responda por un hecho que cometió.

Estamos tan inmersos en nuestros círculos, en nuestra realidad, que nos abstraemos y olvidamos que afuera de ese círculo hay personas que no tienen nada que ver con nuestra forma de ver la vida o con nuestras circunstancias. Y las hay hacia los extremos: los que tienen situaciones más favorables y los que la pasan peor que nosotros, los que son mejores personas que nosotros y los que superan en cantidad nuestras fallas.

La periodista fue más allá de la noticia de una madre acusada de asesinar a su hijo. Fue a la casa de esa madre, se sentó frente al otro hijo de ella al que no ve desde que se la llevaron para los juzgados, un niño de unos 2 años de edad, fruto de una violación y que solloza en el regazo de la abuela, conversó con la mamá de Silvia, angustiada porque no sabe lo que le ocurrió a su hija, a la que veía triste y sin parar de trabajar, habló con agentes de la Procuraduría que le contaron que la mayoría de casos de este tipo son de jóvenes de la zona rural y en situaciones de pobreza extrema y también consultó tratados internacionales de desarrollo que exponen con crudeza cómo la falta de estudios formales y de sexualidad y acceso a condiciones dignas de vida elevan los índices riesgo y de mortalidad materno-infantil, entre muchas otras cosas.

Entonces, para mí es imposible pensar en juzgar únicamente a todas las Silvias que hay en El Salvador y América Latina, ¿qué hay de las sociedades, los países, las personas… los cristianos? En el caso particular de Silvia no me estoy pronunciando ni a favor ni en contra de ella, lo único que quiero es motivar una reflexión para todos nosotros, que no nos viene nada mal.

Es cierto que somos individuos que debemos responder por nuestros actos, pero también somos individuos que integramos una sociedad, familias que educamos hijos.

¿Hasta donde estamos siendo justos como sociedad cuando hay niñas abusadas sexualmente, obligadas a aguantar hambre, hijos abandonados, niños sin ir a la escuela y tantas cosas más que no alcanzan en este espacio?

Según la historia de la reportera, después de que se fueran las cámaras de televisión y los periodistas, Silvia fue llevada al hospital porque acababa de dar a luz y luego le entregaron a su hijo a quien amamantó durante un par de días hasta que ella fue llevada al juzgado y el bebé al ISNA.

 

Si quieren leer la historia, aquí se las dejo:

http://cronicasperiodisticas. wordpress.com/2012/08/18/amar- a-las-madres/

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