El camino de una vocación misionera. Durante los primeros años de formación inicial, se nos recalca siempre que la vocación es del Señor, es decir que es Él quien llama y, por tanto, somos nosotros los que vamos respondiendo poco a poco. Durante mi camino vocacional he descubierto que lo que ha tocado mi corazón, ha sido la mirada de Jesús.

Ciertamente no se trata aquí de algo abstracto, sino de algo -de Alguien- concreto. Fue esta mirada la que me hizo sentir, en primer lugar, el gran Amor de Dios. En mi caso, esta primera mirada la recibí en mi hogar: ¡Dios me ama tal como soy! ¡Dios me quiere feliz porque me ama! Como puse arriba, no se trató de algo abstracto, sino que la descubrí en la cotidianidad de la vida: en las carreras del colegio, en las penas económicas, en el abrazo amoroso de los familiares, en los regaños y en las caídas, en la enfermedad y en la alegría de esos encuentros reconfortantes, particularmente en la fortaleza y valentía de mi mamá. Quizá de todo esto fui consciente cuando, siendo alumno, durante una confesión, el P. Ambrosio me dijo que nunca dudara de la Misericordia de Dios: “Te darás cuenta cómo toda tu vida está impregnada de Su Misericordia y, por eso, tú deberás llevarla a muchos. Abre bien los ojos y el corazón.”. Por la edad que tenía, no alcancé a ver lo profundo de esa afirmación, pero me quedó muy grabada y me propuse prestar más atención a lo que acontecía en mi vida. Fue esa la primera mirada que crucé con el Señor.

Más adelante, aún siendo alumno, yo tenía la intención de convertirme en un “frailecito”, como San Antonio de Padua, que es mi santo. Mi niñez la pasé rodeado de una particular devoción a este santo, alimentada por las imágenes y la literatura que me regalaban cada cumpleaños. Soñaba con irme lejos a predicar el mensaje de Jesús, viviendo pobremente. Francisco y Antonio rodeaban mi cama y aparecían hasta en mis cuadernos. Hasta ese momento no sabía con claridad porqué quería seguir ese camino, o si algo “especial” me había pasado para pensar en esa opción. Simplemente era una idea que no salía de mi cabeza. Pero eso sí, quería, algún día, abrazar a Jesús en la cruz, como “il poverello” de Francisco.

Paralelamente, en el colegio, me hablaban siempre de Don Bosco. Me gustaba aprenderme los datos de su vida, sus frases, y me encantaba leer sus sueños; participaba en concursos “de memoria” y hasta hacía dibujos de él. Para mí y para mi familia era la primera vez que escuchábamos sobre Don Bosco. Me fue cautivando poco a poco. Primero, por su amor a la Eucaristía y a la Virgen María y, después, por lo cercano que lo sentía a nosotros, a los jóvenes. Había algo particular. Por aquellos días me parecía muy curioso que todos los salesianos estaban en el patio. Miraba una sotana arremangada por allá en la cancha, otro caminando rodeado de niños, otro confesando, el otro sentado en el comedor. Un salesiano en cada puerta dando la bienvenida en la mañana, y despidiendo a todos por la tarde. Todo eso lo sentíamos como algo normal, al punto que reclamábamos cuando faltaba algún salesiano en el recreo o si alguno no portaba la sotana. Me comencé a preguntar de dónde sacaban la energía para hacer todo lo que hacían... sobre todo, la paciencia, para tener siempre una sonrisa. Ese testimonio de aquellos salesianos fue la segunda mirada que cruzamos con el Señor.

Ya en la secundaria, con vistas a la carrera a seguir en la universidad, o con la tensión propia de los últimos años, los salesianos me hicieron la invitación de participar en el Oratorio. “¿Yo dando clases? si soy muy tímido.” Pero accedí. Me encontraba unos días después dando clases de reforzamiento de Español. Una experiencia inolvidable. Eran niños que vivían cerca del colegio y tenían sobre sus espaldas historias realmente desgarradoras. Me horrorizaba cuando me contaban sus vidas, pero me asombraba ver cómo el ambiente del Oratorio se convertía para ellos en un verdadero oasis. Llegué a la conclusión que eso era un milagro. Un día que fuimos a visitar a algunas familias regresé con una mezcla de sentimientos: ¿por qué Dios permite que estos niños vivan así? ¿Por qué tienen una gran sonrisa siempre? ¿Por qué yo reclamo cuando no tengo algo, y estos niños sobreviven apenas con lo necesario? ¿Por qué son más generosos que yo, si ellos tienen “menos” que yo? Volvimos, me separé del grupo, fui corriendo a la iglesia, y frente a la imagen del Sagrado Corazón lloré. Estando ahí recordé aquella sentencia de mi confesor: “deberás llevar la Misercordia de Dios a otros”. Mi llanto pasó de ser un reclamo a ser un compromiso. Y ahí, en el Oratorio, descubrí la tercera mirada del Señor.

Dios ha sido paciente conmigo y me ha ido llevando poco a poco por el camino que ha soñado para mí. Por eso, fue “mirándome” gradualmente. En la familia, para descubrir que ama; en San Antonio y en el testimonio de los salesianos, para entregarme por entero a Él; y en el oratorio, para comprometerme a trabajar por los niños y jóvenes más necesitados.

Pero faltaba una mirada: la que cambiaría “mis planes”. Estando ya en el Noviciado, escuché unas buenas noches del P. Cristóbal López, que en aquel entonces era el inspector de Bolivia. Nos dijo que al Señor hay que entregarse de tres formas: sin Retardo, sin Reservas y sin Retorno, y nos contó su historia misionera. Esa noche no dormí pensando en lo lindo que sería viajar lejos a anunciar el Evangelio, como San Antonio, pero ahora al estilo de Don Bosco. Le prometí al Señor darme por completo y convertí una parte de un himno de cuaresma en mi jaculatoria: “No me des, Señor, coronas de grandeza, mejor dámelas de espinas”, con el fin de que me ayudara a dominar mi orgullo y me librara siempre de la vanagloria. Desde entonces Él ha cumplido esa petición de maneras insospechadas. Llegó ese mismo año el P. Vaklav Klement, quien era el Delegado Mundial para las Misiones. Durante su conferencia, me llamó al frente para ayudarle con unos carteles y sentí que la invitación me la dirigía a mí. ¿Irme de misionero? Y, como es de esperarse, comencé a poner muchas excusas. Pero el Señor nunca retira su llamada, solo espera nuestra respuesta. Fue ahí donde descubrí la mirada más “desgarradora”: la mirada de la misión de Jesús.

Y así, después de oración, de pedir ayuda y consejo, de pasar mucho tiempo frente al Santísimo y, sobre todo, de ponerme bajo la protección de María Santísima, envié la carta para ofrecerme como misionero ad gentes. La envié el día de mi cumpleaños, bajo el auspicio de San Antonio. Y, como respuesta a aquella jaculatoria, el Señor ha sido muy claro en evitar que yo caiga en vanagloria, pues esta noticia tuvo todo tipo de respuestas... algunas no tan “animosas” como otras. Ahora me encuentro escribiendo esto en la comunidad de San Tarsicio, el primer día del curso misionero para el envío de la 150ª Expedición, rodeado de hermanos de muchas partes del mundo, viviendo el mismo carisma y llamados a compartirlo en otros lugares. He sido enviado a Bulgaria, junto con otro hermano coadjutor de Argentina.

Sé que vendrán pruebas, dificultades, miedos, frustraciones..., pero me consuela el hecho de que todo esto ha sido fruto de la mirada de Jesús y que Él sabrá llevarlo a buen término. A final de cuentas no soy yo, pues soy muy limitado y pecador, sino que es Él quien me transforma con su amor y me envía a compartir ese amor -aun dándome coronas de espinas y no de “laurel que nimba al talento”- a donde Él quiere. Y todo esto, puedo decir ahora, que ha sido una única mirada, que se ha mantenido a lo largo de mi vida. Mi deseo es, entonces, que muchos descubran cómo los mira Jesús y cuánta alegría produce esa mirada. A quien haya leído esto, entonces, le ruego eso: que se deje mirar por Él, y también le ruego que ore mucho por las vocaciones misioneras ad gentes.

¡Con la mirada siempre fija en Jesús!

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