foto por: Mario Cesar Don Bosco amaba la música. Tocaba el violín, el órgano y el piano, pero solo cuando podía encontrarlos en casa de algún amigo. Para él, la música y el canto eran una gran manera de comunicarse con los jóvenes.



Comenzó siendo un joven sacerdote, en el internado. Un año, cuando se acercaba la Navidad, preparó una alabanza al Niño Jesús, escrita con poesía y música en el alféizar de un coro de la iglesia de San Francisco.

Aquí están las líneas: ¡Ah! que cante en júbilo, / ¡Ah! cantar en el sonido del amor. / Oh fiel, la tierna / Nace nuestro Dios Salvador. Los chicos lo aprendían en la calle y la gente miraba con asombro a un cura entre seis u ocho chicos que, por las calles del centro, paseaban cantando.

En las iglesias de aquella época, el canto era monopolio de señores muchas veces catarrales y torpes. Cuando empezaron los muchachos de Don Bosco, la gente entró en éxtasis.

Para las melodías, Don Bosco se inspiró en la vida cotidiana. Un día, escuchó un coro de trabajadores, cantando su cancioncilla armoniosa y marcial en el andamio. Anotó la música y luego le pidió al famoso erudito Silvio Péllico que le escribiera unos versos al Ángel de la Guarda. De allí salió el aire muy popular de mi Dios Ángel, recorriendo toda Italia.

En otra ocasión, se encontró con unos jóvenes que cantaban, acompañándose con la guitarra y el violín. Don Bosco fue conquistado por esa armonía y, sacando papel y lápiz, apoyado en la jamba del edificio de la Prefectura, escribió las notas. Así nació Somos hijos de María.

Pero cuando Don Bosco tuvo una capilla propia, no tenía un centavo para tocar algún instrumento musical. Comenzó con un viejo acordeón, luego con una pianola automática que tocaba solo el Ave Maris Stella, la Letanía de la Virgen y el Magníficat. Compadecido, su amigo Giovanni Vola le regaló un viejo armonio. Más que jugar, gorjeo.

Una vez fue invitado con sus jóvenes a cantar una Misa en el santuario de la Consolata. Valientemente, decidió que los jóvenes cantaran una “Misa” que él había compuesto.

Organista de esa iglesia fue el famoso maestro Bodoira. Don Bosco le preguntó con una sonrisa misteriosa si podía acompañar el canto de aquella misa inédita. —Algo haré, respondió resentido Bodoira, que era famoso por interpretar cualquier música a primera vista, incluso la más difícil.
Era hora de misa, abrió la partitura, aguzó la vista, sacudió la cabeza y trató de tocar. Un chillido horrible. Pero ¿quién entiende de esto? ¿Qué clave es esta? Ya está bien, exclama, y tomando el sombrero, desaparece.

Don Bosco, que había previsto la retirada, se sienta al órgano y, con gran maestría, acompaña la misa hasta el final, sin que los cantores equivocasen una sola nota.

Cuando bajaron los cantores a la sacristía, recibieron mil parabienes por su canto, lo mismo que elogiaron al organista, creídos que había sido el maestro Bodoira.

 

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