Rector-Mayor-1 Don Bosco narra:

Gracias a las presencia de mi madre, en la antigua casa Pinardi (donde tuvo inicio la obra salesiana) reinaba un genuino estilo de relaciones humanas, hecho de calor paciente, de comprensión y corrección, en perfecto estilo de familia. Con tanta gente en casa la disciplina era necesaria para evitar que el ambiente fuera un manicomio incontrolado. Disciplina reducida a lo mínimo, pero “cuentas claras y chocolate espeso”, como mi madre, con su innata sabiduría popular, condensaba las conclusiones.

 

Transcurridos muchos años y teniendo tras de mí una experiencia rica de buenos resultados, podía afirmar que “con los muchachos es castigo lo que se hace pasar como tal”. Quería decir que un castigo debe servir para mejorar las cosas y no empeorarlas. Una breve sustracción de afecto, una mirada  triste, una actitud más reservada y seria, una palabrita al oído dicha con dulzura y paciencia eran medios de que me servía para corregir y encauzar posibles actuaciones equivocadas. 

Entre los chicos aceptados, no todos eran como Domingo Savio. Sucedió un día que un pobre asistente, tal vez no muy bien visto por los mayores, perdió la paciencia y acabó por repartir unos solemnes bofetones tratando de imponerse. Se creó un clima de sorda resistencia que podía rematar de un momento a otro en una peligrosa forma de insubordinación incontrolada. Todos esperaban que yo me pronunciara. Lo hice después de las oraciones de la tarde, en el momento de las “buenas noches”. Con rostro muy serio comencé diciendo cuál era nuestro estilo de educación, manifesté la decepción experimentada al saber que uno de ellos hubiera sido tratado tan duramente y que él, por su lado, hubiera cometido una falta grave de respeto y obediencia hacia quien estaba encargado de mantener la disciplina. Puestas las cosas en claro, concluí: “Por un lado, que no vuelva ya jamás a haber groserías;  por el otro lado, que jamás vuelva a haber violencias”.  Luego, tras una pausa, sonriendo añadí: “Por el afecto que les tengo a todos, quisiera también hacer lo imposible… Lamento  los golpes que han recibido, pero estos realmente no los los puedo quitar de encima”. Había logrado romper el hielo: todos se rieron. Esperé que reinara nuevamente el silencio y les deseé a todos las buenas noches.

 

La experiencia me enseñaba que es mucho más fácil irritarse y amenazar que tratar de persuadir con las buenas maneras. Era un tira y afloja que a veces agotaba, pero yo sabía que a ciertos caracteres difíciles, rebeldes y cascarrabias los podía vencer solo con la caridad, la paciencia y la mansedumbre. En práctica se dejaban doblegar solo por la bondad, por el corazón que dialoga, que corrige con amor y delicadeza. Los muchachos en general se equivocan más por ligereza que por malicia.  

 

Ciertos educadores, movidos por el apuro excesivo y la impaciencia, cometían errores más graves que las faltas de los mismos chicos. No rara vez me daba cuenta que algunos, que nada perdonaban a los demás, eran muy sensibles y prontos a perdonarse a sí mismos. Y cuando se usan dos pesas y dos medidas en forma arbitraria, los educadores acaban por cometer faltas y errores. Les recordaba frecuentemente a mis salesianos que los muchachos son unos “pequeños psicólogos” cuando juzgan a sus educadores, maestros y asistentes, y la forma, el tono y la imprudencia con que aprovechan de su autoridad. 

 

Deseaba siempre que mis queridos salesianos supieran esperar el momento oportuno para hacer la debida corrección: nunca empujados por la cólera o la venganza. Y que no olvidaran jamás que a los chicos, a los jóvenes hay que conquistarlos de uno en uno, de día en día, para guiarlos al Señor, porque solo Él sabe dibujar su rostro divino en ellos. Y que siempre llevaran consigo, mis queridos salesianos, un remedio indispensable e infalible (aunque no se lo encuentre en ninguna farmacia): antes de decirle sí al Señor, los muchachos quieren y exigen que otros digan sí a los juegos y a los sueños de ellos.

 

Desde tiempo había adoptado un método infalible para educar al bien: estar siempre entre los muchachos. Quería que mis salesianos fueran “educadores de patio”. Abiertos al diálogo, creativos, vigilantes, pero no suspicaces, presentes pero no sofocantes, acogedores y alegres, amigos verdaderos. 

 

Era lo que yo definía “la asistencia”: una presencia calificada, nunca neutra, siempre propositiva; una asistencia que era espera acogedora, presencia activa y calificada. Una manera de estar-con-los-jóvenes, a su lado. “Estar en el patio”, para compartir con los muchachos sueños y esperanzas, para construir juntos un futuro hermoso y digno, sin barreras de desconfianza. El patio, como lugar “sagrado” de amistad y de encuentro donde nace la confianza cordial, donde el educador ha bajado de la cátedra, ya no tiene en la mano el diario de clase, donde no vale tanto por los títulos de estudio alcanzados cuanto por lo que es, por los valores que expresa, por los ideales que lo animan. En el joven, incluso el más rebelde, pueden influir solo la bondad y la paciencia,

 

Por esto sugería a mis salesianos: “Más que cabeza de superior conviene tener corazón de padre”.

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