RM1 Don Bosco cuenta
Empujé esa carreta ...

En un día caluroso y sofocante caminaba por Turín, en compañía del fidelísimo de Don Rúa y de otro salesiano, cuando de repente mis ojos se detuvieron en una escena que llenó mi corazón de profunda tristeza: un niño, que quizás tendría 12 años, estaba tratando de arrastrar una carreta cargada de ladrillos sobre los adoquines desiguales de la calle. Era un aprendiz de albañil delgado y pequeño que, incapaz de mover ese peso superior a sus fuerzas, estaba llorando desesperado. 

Me alejé de los dos salesianos y corrí hacia el pobre muchacho, uno de los muchos que, en la Turín del entonces que se enriquecía con muchos edificios hermosos, crecían bajo jefes inhumanos con el sonido de golpes y maldiciones. Me llamó la atención aquellas lágrimas que corrían por su rostro. Me acerqué, le sonreí con un ligero signo de amistad y lo ayudé a empujar el peso hasta el sitio de trabajo. Todos se sorprendían al ver a un sacerdote llegar a ese lugar con su sotana negra; el niño, sin embargo, había comprendido de inmediato que le apreciaba de verdad al meterme a su lado con un gesto solidario de ayuda concreta.


Me gusta recordar este hecho, uno entre muchos, porque lo considero el símbolo de mi gran amor por los jóvenes. Amor no hecho de palabras, amor que hablaba directo al corazón. De eso estaba seguro: el camino que va al corazón es el que convence más y desplaza toda resistencia y posible duda.
  

Una noche inolvidable

Recuerdo con emoción, como si fuera hoy, la tarde del 26 de enero 1854. Después de las oraciones había reunido en mi pobre habitación cuatro jóvenes (entre los 16 y los 20 años) que estaban conmigo desde hacía un tiempo. Estaba por proponerles “una prueba de ejercicio práctico de la caridad hacia el prójimo”. No podría decir mucho más. Si yo les hubiese mostrado mi intención de fundar una congregación religiosa no habría alcanzado el objetivo. Eran tiempos en los que, con el simple golpe de una pluma, varios grupos de hermanos y monjes habrían sido suprimidos. Era más prudente preguntar si querían quedarse conmigo para ayudarme a trabajar con los jóvenes. Yo estaba siguiendo el ejemplo de Jesús que a los primeros discípulos solo había dicho: ¡Vengany vean! A partir de esa noche nos llamamos por primera vez “Salesianos”. Y con la mirada fija en San Francisco de Sales, el campeón de la bondad y de la mansedumbre evangélica, comenzamos. 

Cuando estaba a punto de ser ordenado sacerdote, 18 años antes, yo había elegido entre los propósitos: “La caridad y la dulzura de San Francisco de Sales me guiarán en cada cosa”. ¡En mi corazón, esa noche, nacía la Congregación Salesiana; la que sería definitivamente aprobada solo 20 años después! Me esperaba un camino largo y difícil, un verdadero Vía Crucis te lo aseguro... Tanto que, años después, confesaba: “Si hubiera sabido antes que costaba tantos dolores, fatigas, oposiciones y contradicciones el fundar una Sociedad religiosa, tal vez no hubiera tenido el coraje de acercarme a esta labor”.

 

Un corazón a 360º

“El ejercicio práctico de la caridad” que había propuesto al pequeño grupo no estaba sin fundamento en el aire. Fue un testimonio que llevé adelante durante muchos años. No fue una de mis “obsesiones”. Era mi propuesta para los jóvenes. Más tarde, alguien la habría llamado la “caridad pastoral”. El Sistema Preventivo no era simplemente el sistema de la bondad, sino “la bondad erigida en un sistema”. Esta última frase no la he dicho yo; la escribió un salesiano a quien yo conocía desde niño y que confesaba regularmente durante los últimos años de mi vida. 

 

La base era el amor de Dios revelado por Jesús. Amaba a los jóvenes porque sabía que Dios los amaba. Nunca era jamás indiferente a ningún muchacho; y entonces estudiaba las mejores maneras de hacerle el bien y de acercarlo siempre más al Señor. 

 

Con la experiencia adquirida a lo largo de muchos años, me convencí siempre más que no podía frenarme al chico que tenía delante, pero en él debía ver al hombre del mañana. Debía trabajar en la perspectiva del futuro. Es por eso que lo preparaba para ser capaz de renuncias y de sacrificios para lograr ideales altos y nobles.Y la esperanza me sostenía siempre, por eso animaba a mis colaboradores: “Tal vez para algunos les parecerán lanzados al viento sus esfuerzos y perdidos sus sudores. Por el momento, tal vez lo sería, pero no lo será siempre, incluso para aquellos que parecen más rebeldes. Los rasgos de bondad, que ellos han utilizado, quedarán grabados en su mente y en su corazón. Llegará el tiempo en que la buena semilla brotará, pondrá sus flores y producirá sus frutos”.

 

En los últimos años de mi vida me sentí recompensado al ver cómo fui capaz de formar un “equipo” de Salesianos, muy diferentes entre ellos, pero unidos y sintonizados en la misma pasión educativa. Por lo tanto, había sido capaz de aprovechar el entusiasmo ardiente e inquieto de un Cagliero, la fidelidad de acero de un Don Rúa, la amabilidad de un Francesia, el vigor periodístico de un Bonetti, la calma desarmante de un Alasonatti, la fidelidad inquebrantable de un Buzzetti, el genio intelectual de un Cerruti, el espíritu emprendedor de un ex-guerrillero como Fagnano... Como años antes había sabido canalizar hacia un nuevo e inimaginable camino de santidad juvenil impetuosa de un Miguel Magone, el candor de un Francisco Besucco, el ascendente apostólico de un Domingo Savio. 

 

Estaba rodeado de jóvenes que no habían tenido miedo de señalar el camino fascinante y exigente del compromiso cristiano, de la honestidad, del amor al trabajo realizado “con noble precisión”, de la alegría serena y contagiosa, de la sonrisa y de la pasión por la vida.

Una educación personalizada

Aunque trabajaba con muchos jóvenes, mi pedagogía no era nunca de masa, anónima o genérica. Era siempre personalizada. Solía usar un cuaderno especial: en él anotaba el perfil de cada niño, su carácter, sus reacciones, alguna falta ligera, pero de los que hacen estar alerta a un hombre prudente, los progresos reportados en el estudio y en la conducta. Me servía de este cuaderno para un acompañamiento personal de cada muchacho. El mismo método lo aconsejaba a los que eran encargados de la catequesis. Era el cuaderno de la experiencia. En él, los catequistas tenían que registrar los problemas, los errores que se produjeron en la escuela, caminando, en el patio y en cualquier lugar. Recomendaba a ellos leer de vez en cuando las observaciones formuladas, las medidas adoptadas y los resultados obtenidos. Era un trabajo de constante verificación que exigía atención y continua presencia. Por lo tanto, en el Tratado sobre el Sistema Preventivo había definido al educador como “una persona consagrada al bien de sus alumnos, listo para afrontar cualquier dificultad, cualquier esfuerzo para lograr su objetivo, que es la cívica, moral y científica educación de sus alumnos”.


Soñaba el educador como “asistente”, el que “está al lado”, del joven, que conoce cada uno y pide para cada uno ser conocido. Al igual que el buen pastor, que conoce a sus ovejas y de ellas es perfectamente conocido.

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