Siempre me agradó la pobreza; la suciedad nunca Cierto día, escribe José Brosio, estábamos Don Bosco y yo en el zaguán de un palacio de la calle Afieri; íbamos a visitar a un noble señor. Don Bosco iba vestido de fiesta: llevaba una sotana y una capa viejas y un sombrero desgastado. Miré hacia el suelo y vi que los cordones de sus zapatos, burdos, lustrosos y remendados, eran unas cuerdas pintadas con tinta.

“¿Cómo es eso?, le dije. Los demás sacerdotes, cuando van a visitar a personajes ilustres, se ponen hebillas de plata en los zapatos y ¡usted, ni siquiera cordones de seda o de algodón, sino una cuerda? ¡Esto es demasiado! Tanto más que, como la sotana es corta, hace mala figura. Espere un poco y voy a comprar un par de cordones,”

“Aguarda, ven aquí, me parece que tengo unas monedas: haré como tú dices.”

Y metió su mano en los bolsillos. Pero, al entregarme la moneda, se acercó una mendiga pidiendo una limosna. Don Bosco retiró su mano y dio a la pordiosera la moneda. Quise entonces comprar de todos modos los cordones por mi cuenta, pero él me detuvo y no hubo razones para convencerle de que me permitiera malgastar unos dineros, como él decía.

Y siguió con los zapatos acordonados de aquel modo.

Sin embargo, se presentaba siempre limpio, pudiendo repetir como san Bernardo: Siempre me agradó la pobreza; la suciedad, nunca.

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