Durante los años de estudiante en Chieri, Juan Bosco pasó dos años instalado en la cafetería Pianta, dividiendo su tiempo entre los servicios de empleado y los estudios. Algunos de sus compañeros, conociendo su penuria, le llevaban de cuando en cuando alguno para suplir la escasez de su manutención. Especialmente José Blanchard, hijo de una vendedora de frutas, con permiso de su madre, le llevaba a menudo pan, castañas, manzanas.
Pronto se perdieron de vista. Pero nunca se olvidó Don Bosco de este amigo generoso. Un día, siendo ya sacerdote, se encontraba en Chieri rodeado de un grupo de sacerdotes y lo vio pasar por la plaza, llevando en la mano un paquete de comida y una botella de vino. Apenas lo vio, dejó la compañía y corrió a saludarlo:
-!Hola, Blanchard! ¿Cómo te va?
-Muy bien, caballero-, respondió.
- Pero, ¿por qué me llamas caballero?, ¿por qué no me tuteas? Yo soy el pobre Don Bosco, sin títulos ni cosas parecidas.
-Perdona... Yo creía que a estas horas...
Y trataba de escabullirse. No se atrevía a tratar tan a las buenas con Don Bosco que, por lo que de él había oído, le parecía que era un gran personaje. Pero Don Bosco le dijo:
-¿No quieres ya nada con los curas?
-Oh, sí, sigo estimándolos mucho, pero no me atrevo a detenerme aquí con esta facha.
-Querido amigo, -prosiguió Don Bosco- me acuerdo de cuando yo era estudiante; cuántas veces me calmaste el hambre. Tú has sido, en manos de la divina Providencia, uno de los primeros bienhechores del pobre Don Bosco. Me interesa mucho que sepas que recuerdo siempre el bien que me hiciste. Siempre que tengas que ir a Turín, acércate a comer a mi casa.
Diez años después, en 1886, habiendo oído Blanchard noticias poco agradables sobre la salud de Don Bosco, se decidió a ir a Turín y se presentó en el Oratorio. El portero no lo dejaba pasar porque Don Bosco no se encontraba bien y no recibía visitas. Pero él insistió y, ante la insistencia, el portero cedió.
Don Bosco mismo, aún con bastante trabajo, salió a recibirlo, estrechó su mano, lo hizo pasar a su habitación y sentarse a su lado. Le preguntó por su salud, por su familia, por sus negocios y luego con acento de la más viva gratitud, le dijo:
-Hace tantos años que nos conocemos; estoy viejo y enfermo, pero nunca olvido lo que hiciste por mí en los años de nuestra juventud. Rezaré por ti, y tú no olvides al pobre Don Bosco.
Viendo que se fatigaba, Blanchard hizo gesto de retirarse. Pero Don Bosco pidió que le acompañaran al comedor y, como él no podía bajar, quiso que su amigo ocupara su puesto en la mesa en medio de los superiores. Allí contó sencillamente su antigua relación con Don Bosco y las palabras de agradecimiento que él le había expresado.
Memorias Biográficas I, 249-250