Uno de los mejores cuentos cortos sobre la pasión por la moda que he leído es un relato de Haruki Murakami donde un hombre solitario (algo que todos los protagonistas de Murakami comparten) se enamora de una chica no menos solitaria y se casa con ella.

Ya en su luna de miel, él se da cuenta de que hay algo extraño en su mujer: es amable, cálida, inteligente, divertida… solo tiene un defecto: no puede pasar delante de una tienda de ropa sin comprarse un vestido, un bolso, un abrigo, unos zapatos. La luna de miel que pasan en Italia consiste en recorrer Via Della Spiga, en Milán, y llenar una docena de maletas de vestidos. Cuando regresan a Japón, ella sigue comprando y comprando hasta que él calcula que puede ponerse cada día un vestido y un abrigo diferentes durante tres años consecutivos. La mujer es consciente de que lo que tiene es una manía incurable e intenta luchar contra ella, pero…

La ropa, para ella y para mucha gente, es una adicción a la que es muy difícil sustraerse. En la última subasta en Sotheby’s de la colección de Diana Vreeland, dos mujeres de la alta sociedad neoyorquina llegaron a las manos por disputarse un abrigo Balenciaga. Pero todas las adicciones son diferentes, y dentro de la adicción a la moda hay centenares de matices y géneros: las mujeres que, como yo, coleccionan petites robes noires (las mías no son muy petite que digamos, pero en fin…) llenando armario tras armario del mismo luto; las que no pueden pasar por H&M sin comprarse tres camisetas, dos faldas y un broche que nunca se pondrán (pero total, ¡son cincuenta euros todo!); las que están obsesionadas con los bolsos y los tienen de toda forma, color, materia y marca; las que coleccionan accesorios, zapatos, gabardinas, jerséis descatalogados de Martin Margiela, primeras colecciones de Rifat Ozbek o de Romeo Gigli; las que (como un par que conozco yo) solo se visten de Marni de pies a cabeza… O también las que se prueban de todo y nunca se compran nada porque lo que quieren solo existe en una desvaída imagen en su cabeza; o las que nunca se compran nada porque todo el presupuesto en ropa está destinado a comprarle a su hija o su hijo unas zapatillas, unos tejanos o un jersey de marca.

Y, sin desvelar el final de la historia de Murakami, que envuelve también una colección de discos de jazz, un padre saxofonista y mucha melancolía, ella lleva su pasión por la ropa hasta el final.

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