Saludo muy cordialmente a los lectores del Boletín Salesiano, a las puertas de este año nuevo.
Ciertamente, bien sé que el Hijo de Dios nace en todos los lugares del mundo, para toda la humanidad, pero quería subrayar que también fue así en Siberia, Mongolia y Myanmar, periferias del mundo que, como don del Señor, he podido visitar recientemente.
Hace unos meses pude encontrarme en Moscú con un misionero salesiano que, junto con otros cuatro salesianos, comparte la vida en Siberia. Pregunté como curiosidad a nuestro salesiano qué diferencia de grados tenían que soportar entre el frío y el calor y me dijo que, aproximadamente, 90 grados centígrados, entre los -52º del más crudo invierno hasta los 38 o 40 en los días más calurosos del verano. Y añadió esto: “Pero estamos felices compartiendo la vida con aquella buena gente, -150 personas entre tres lugares-”. Yo me quedé con el corazón sobrecogido y más todavía cuando me expresó lo que aquellas personas les habían dicho: “Gracias por venir a compartir la fe con nosotros. Creíamos que Dios se había olvidado de nosotros, pero vemos que no ha sido así”. Y no es para menos al saber que la distancia más próxima hasta el siguiente lugar donde esas personas se encuentran con alguien es a 2.400 kilómetros de distancia, desplazándose por el frío hielo. Y me dije, “ciertamente el Hijo de Dios también nace, y con un cariño especial, en estos lugares 'perdidos' del mundo, pero nunca perdidos para Él”.
Una semana después pude visitar a nuestras hermanas Hijas de María Auxiliadora y nuestros hermanos salesianos en Mongolia. Y pude experimentar por mí mismo el frío del ambiente, aunque solo eran 14 grados bajo cero, muy lejos de los 48 a los que pueden llegar. Pero el calor del corazón de aquellas gentes sencillas, comunidades cristianas muy pobres en tantos sentidos, también en número, que durante decenas de años difíciles han custodiado la fe como el tesoro más valioso. Y veía aquella comunidad cristiana de Darham celebrando la Eucaristía del domingo con un grupo de ancianos, algunos padres jóvenes y muchos niños, con la nieve rodeándonos y rezando y cantando con una fe que conmovía mi corazón. Y sentí fuertemente la certeza de que el Hijo de Dios nace también en Mongolia y con una predilección especial.
Del frío de Mongolia a las lluvias de Myanmar, con una preciosa y exuberante vegetación y cientos de adolescentes pobres, muy pobres, pero con la sonrisa en los labios y unas miradas preciosas. Celebramos varias veces la Eucaristía, y las voces y los cantos eran de tal belleza que no tenían nada que envidiar a los cantos de los indios guaraníes en la película “La Misión”. Y pensé también que la Navidad llena aquellos rostros y sonrisas del gozo del nacimiento del Hijo de Dios porque Dios también nace en Myanmar.
Nuestro Dios, el que con tanta locura maravillosa ama y ha amado a sus hijos e hijas de todos los tiempos, lo sigue haciendo. Como entonces, con una predilección especial por los últimos, los más humildes, los más sencillos y pobres de nuestro mundo. Lo vivido por Jesús en el Evangelio sigue teniendo tanta actualidad como entonces. Los corazones de los pobres están preparados como ningún otro para recibirlo en sus pobrezas y en la sencillez de sus corazones.
Ante estas vivencias le pido a Dios en mi oración que no permita que me acostumbre a ver 'tantos milagros y maravillas' sin sorprenderme. Que no permita que vea como ordinario lo que habla a gritos de lo más esencial, hermoso e importante de cada vida humana: la dignidad personal y el Amor que se dona, se vive y se comparte.