Después de la misa en la aldea, mi invitaron a visitar a una joven mujer que padecía de una enfermedad extraña. Según me la describían, sospeché de algún trastorno psicológico. La humilde vivienda estaba a unos cien metros de la ermita.
La familia me esperaba expectante. La joven enferma está casada, con dos hijos. La saludé efusivamente, llamándola por su nombre. La tomé de la mano. Con risa apagada y nerviosa, evitaba mirarme y no soltaba palabra. Su mano inquieta intentaba liberarse de la mía.
Oré por ella, la animé a confiar en el amor de Dios, le di la comunión. Ella, sentada al borde de la cama, no cesaba en sus expresiones nerviosas.
Cómo hubiera querido repetir la escena de Jesús y decirle con fuerza: Talita kumi, jovencita, levántate. Temí hacer el ridículo al no lograr el efecto deseado.
Me despedí de ella fingiendo un entusiasmo que no tenía. Salí de la casita con el corazón abatido por la impotencia. ¿Por qué no puedo hacer yo un discreto milagro para devolverle la vitalidad a esta pobre muchacha?
Dejarla como la había encontrado me dolía. Y me dolía la familia. ¿Qué podía hacer la familia por ella?. Viven a una hora de camino a pie por un sendero irregular en subibaja hasta llegar a una calle para vehículos rurales que tardarían otra hora y media hasta la ciudad. Y allí la probabilidad de recibir atención médica adecuada sería terriblemente escasa.
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