santidad 1 Vivió con la mente y el corazón de Don Bosco y de Don Rua



Don Bosco debía elegir a alguien que se arrodillara en el reclinatorio en actitud de confesarse. Miró alrededor y sonriendo dijo: “Pablito, ven acá. Ponte de rodillas y apoya tu frente en la mía; así no nos moveremos.

No había una buena iluminación en Valdocco en el año 1861. Una tarde, algunas sombras oscuras se deslizaban en los corredores. Casi invisibles por causa de las sotanas negras, se reunieron en un cuarto subterráneo. Casi todos eran muy jóvenes. Estaban cuatro sacerdotes y una decena de seminaristas. Hablaban en voz baja con un cierto aire de conspiradores.

Un seminarista vivaz y parlanchín, Juan Bonetti, resumió así el motivo de la reunión clandestina: “Las dotes grandes y luminosas que resplandecen en Don Bosco, los hechos extraordinarios que lo circundan y que admiramos cada día, su modo singular de conducir a los jóvenes por las difíciles vías de la virtud, los grandes proyectos que alimenta nos revelan en él algo sobrenatural y nos hacen presentir días gloriosos tanto para él como para el Oratorio. Todo esto nos impone el estrecho deber de gratitud, una obligación de impedir que nada de lo que pertenece a Don Bosco caiga en el olvido, y de hacer cuanto está en nuestro poder para conservar su memoria, a fin de que resplandezca un día cual luminoso rostro que ilumine a todo el mundo en favor de la juventud. Esta es la finalidad de la Comisión que hemos establecida”. Más allá de las palabras altisonantes, el significado era sencillo. Todos sentían un afecto sin límites por Don Bosco y estaban preocupados por su salud. Lo llamaban “papá” y tenía solo 46 años, pero a sus ojos aparecía “anciano”.

Además su dinamismo parecía inagotable. Aceptaba cursos de predicación aún en ciudades lejanas, dirigía la naciente congregación, lograba conocer a los muchachos internos, los acompañaba en las excursiones por las colinas. Noche y día no se detenía nunca y su fuerte fibra parecía debilitarse. Los seminaristas Ruffino y Bonetti habían llenado cuadernos con todo lo que veían y oían, otros lo continuarían. Pero faltaba una cosa. Una cosa que la técnica moderna lo permitía, aun cuando todavía se encontraba en fase experimental: una fotografía.

Debían absolutamente tener un retrato “verdadero” de su Don Bosco. La verdadera dificultad estaba en convencer a Don Bosco, pero después de mil insistencias lo lograron. El buen padre solo dijo: “Si tomarme un retrato es útil para la salvación de las almas, entonces sí”.

El gran día fue el 21 de marzo de 1861. En aquel tiempo, las personas a retratar debían permanecer inmóviles por un tiempo larguísimo. Don Bosco pidió posar entre un grupo de seminaristas y alumnos, él en actitud de confesar, los demás arrodillados devotamente. Don Bosco debía escoger a alguien que se arrodillara en el reclinatorio en actitud de confesarse. Miró en torno y sonriendo llamó: “Pablito, ven aquí. Arrodíllate y apoya tu frente en la mía, así no nos moveremos.

Pablito era Pablo Álbera y permaneció largo rato con su cabeza apoyada en la de Don Bosco. El resultado fue algo mágico. Don Bosco intuía algo y quiso este retrato, en la versión retocada a lápiz, colgado en su oficina. Aquel niño amable con su cabeza apoyada en la suya, Pablito Álbera, sería su segundo sucesor.

Don Bosco lo había encontrado en el otoño del 1858 en None, un pueblito de la llanura turinesa, porque el párroco, amigo suyo, le había dicho que tenía un pequeño parroquiano de trece años que deseaba ser sacerdote. Don Bosco lo quiso conocer y se encontró ante sí a un muchachito delicado, de porte tranquilo y sereno y la mirada viva y curiosa. Se volvió hacia el seminarista Miguel Rua, que lo acompañaba, y le dijo: “Toma a este amigo mío y examínalo”, Miguel Rua, que era un simple subdiácono, tenía ya la discreción particular y la sabiduría discreta que mantendría toda la vida, después de haber examinado con atención al muchacho, regresó donde Don Bosco diciendo con verdadera satisfacción: “Don Bosco, vale la pena que lo acepte en el Oratorio”.
Este fue el primer encuentro de Don Bosco y Don Rua con su sucesor.

En el Oratorio
En 1858 el Oratorio todavía estaba lleno del perfume de santidad que había difundido Domingo Savio, muerto un año antes. Había otro muchacho que estaba conquistando la misma fama: Miguel Magone. Miguel era oro puro, y el cariño de Don Bosco lo había transformado en un ángel. Pablito Álbera y Miguel Magone se hicieron amigos. Una amistad alegre y leal que duró poco. Miguel murió a los catorce años y Pablo Álbera pudo escuchar conmovido las palabras que cruzó con Don Bosco cuando se enfermó: “Si el Señor te ofreciera la oportunidad de curarte o de ir al paraíso, ¿qué escogerías?, le preguntó Don Bosco. Magone respondió: “¿Quién sería tan loco como para no escoger el paraíso?”.

Al verlo gravísimo, Don Bosco le dijo: “Antes de dejarte ir al paraíso, quisiera encargarte un favor”. Magone respondió: “Diga nomás, haré lo posible para obedecerle”. Y Don Bosco: “Cuando estés en el paraíso y habrás visto a la Virgen María, dale un humilde y respetuoso saludo de mi parte y de parte de todos los de esta casa. Pídele que se digne darnos su santa bendición; que nos tome a todos bajo su poderosa protección, y que nos ayude de tal modo que ninguno de los que están, o que la Divina Providencia mandará a esta casa, se pierda”. Los hechos demostraron que Miguel Magone cumplió el encargo.

Con este recuerdo en el corazón y los ojos siempre fijos en Don Bosco, Pablo Álbera, tímido y reservado, pero más que nunca decidido, llegó a ser uno de los mejores. La casa de Don Bosco era su casa. Más tarde describió así aquel periodo bendito: “Don Bosco educaba amando, atrayendo, conquistando y transformando. Nos envolvía a todos en una atmósfera de alegría y felicidad, de la que estaban excluidas penas, tristezas, melancolía... Todo en él tenía para nosotros un poderoso atractivo: su mirada penetrante y a veces más eficaz que un sermón; el simple movimiento de cabeza; la sonrisa que florecía perenne en sus labios, siempre nueva y variada, y sin embargo calmada; la flexión de la boca, como cuando si quiere hablar sin pronunciar las palabras; las mismas palabras en cadencia según un modo u otro; el porte de su persona y su andar ágil y ligero: todas estas cosas actuaban en nuestros corazones juveniles como un imán del que no era posible separarse; y aunque lo hubiéramos querido, no lo habríamos hecho por todo el oro del mundo, tan felices que nos encontrábamos en su extraordinario ascendente sobre nosotros, que en él era la cosa más natural, sin esfuerzo alguno.

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