Rector mayor Hoy, deseo compartirles el impacto que he sentido después de vivir una profunda experiencia humana.

Se trata de la visita que he podido realizar, junto con otros salesianos, al Campo de Refugiados de las Naciones Unidas en Kakuma (Kenia). La visita a un campo de refugiados siempre impacta profundamente. Quería estar cerca, no solo de los refugiados de Sudán del Sur, Ruanda, Burundi y Congo, sino también poder saludar y abrazar a mis hermanos salesianos, en esta hermosa comunidad en la que cinco salesianos de Don Bosco (de Tanzania y de Kenia) comparten la vida con estas 150.000 personas, muchos de ellos niños, niñas y jóvenes. La comunidad vive en medio del Campo de Refugiados desde hace ya muchos años. Es algo inusual, pero así ha sido y sigue siendo, no solo permitiendo sino propiciando el comité responsable de las Naciones Unidas, porque la obra salesiana es un importante elemento generador de convivencia, sociabilidad, educación y formación.

Al llegar a la ciudad de Kakuma, muy cerca de la frontera con la sufrida Sudán del Sur, hoy envuelta en conflictos tribales internos muy fuertes, uno se encuentra en medio del pueblo Turkana, un pueblo de unos 340.000 habitantes que viven en esta zona del noroeste de Kenia, zona muy seca y de altas temperaturas. Pasado un río totalmente seco, se llega al campo de refugiados de las Naciones Unidas, donde viven más de 150.000 personas. En este campo se encuentran las más variadas razas y tribus, las más variadas costumbres y diversas confesiones religiosas. Y en medio de esta diversidad nuestros hermanos salesianos de Don Bosco consiguen ser, para muchos de ellos, lo que fue Don Bosco para su jóvenes de Valdocco. Allí encontré otro Valdocco, esta vez del siglo XXI y con rasgos totalmente africanos.

Más de 250 jóvenes van a diario a la sencilla escuela de formación profesional en la que, con la ayuda de algunos instructores y nuestros mismos hermanos salesianos, se aprende un oficio: albañilería, instalaciones eléctricas, electrónica, trabajo en madera y otros elementos, administración, secretariado, etc. En definitiva sencillas profesiones que pueden permitir a esos jóvenes, una vez que abandonan el campo cuando se dan las condiciones de paz y de supervivencia donde quieren ir, para que puedan llevar ‘en su mochila’ algo que les permita vivir dignamente.

A diario se hace la comida allí mismo para esos cientos de jóvenes y otras personas. Los alimentos vienen proporcionados en su mayor parte por las Naciones Unidas, que garantiza todos esos servicios. Compartimos la comida con aquellos jóvenes. Se comían unos tremendos platos de arroz con verdaderas ganas y con una gran sonrisa. Me enseñaban sus pequeños talleres y lo que estaban aprendiendo. La gran mayoría de ellas y ellos eran casi jóvenes adultos más que adolescentes.

Sentí que aquella casa era una verdadera escuela que prepara para la vida. Aprenden una sencilla profesión, pero no vale menos, sino todo lo contrario, lo que se aprenden en lo cotidiano de cada día en cuanto a convivir en la diversidad, a vivir en paz, a sumar esfuerzos, a valorar la diferencia, a respetar todas las opiniones y expresiones culturales y religiosas.

Tuve la oportunidad de saludar a la dama responsable de Naciones Unidas en relación con la obra salesiana. Vino a acompañarnos y compartimos el plato de arroz. Me sentí muy contento al escuchar de sus labios que valoraban muchísimo la presencia de nuestros hermanos y esta colaboración que se está llevando a cabo entre Naciones Unidas y la Congregación Salesiana en este lugar del mundo. Yo también le agradecí que nos permitan trabajar en medio de aquellos jóvenes. Porque además no es una tarea asistencial o de sobrevivencia. Puede serlo al inicio, cuando llegan desvalidos, pero después se transforma en un prepararse para la vida en un futuro más o menos próximo.

Disfruté mucho de la alegría de la casa y del ambiente. Los jóvenes se sienten realmente en casa en las muchas horas que están allí. Además, no estamos solos, por más que solo la comunidad salesiana vive en el campo de refugiados y nadie más que no sea refugiado. Ha sido una alegría sentir la cercanía del joven obispo. Hay una sintonía total, y está garantizada la colaboración en todo momento, así como con una comunidad de religiosas con quienes desde hace años compartimos misión en Turkana.

El sueño es llegar a tener una segunda comunidad salesiana, pero ya no en el campo de refugiados sino en territorio Turkana -pasado el cauce seco del río-, y, en cuanto sea posible, seguir ampliando la escuela de formación profesional en extensión y nivel para que también sirva a los jóvenes turkanos.

Al mismo tiempo la comunidad atiende una parroquia católica en el campo de refugiados y otras nueve capillas (puesto que pueden imaginarse la gran extensión de territorio para una población así). En este cuidado de la fe de las personas que lo piden uno siente que rla Pascua ha acontecido también en el Campo de Refugiados, porque Jesús resucita para todos, y en especial para los últimos, los más pobres, los desplazados e ignorados de este mundo.

Yo regresé. Todos ellos se quedaron allí, pero me vine con el corazón lleno de la alegría de haber tocado con mis propias manos cómo en medio de la pobreza hay tanta humanidad y tanta presencia del Dios del Amor.

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