Rector-Mayor Una premisa necesaria

Entre las muchas cosas que he escrito, en vano encontrarás un diario espiritual, una descripción de mi itinerario íntimo, una autobiografía como espejo de mi espiritualidad. No era mi estilo.

 

Talvez por esa natural reserva que es propia de los campesinos, probablemente por la formación que había recibido, no me sentía inclinado a abrirme, ciertamente porque prefería conservar en mi corazón el recuerdo de tantas experiencias, luchas y conquistas apostólicas, en vez de manifestarlas en público.  

 

Por eso no encontrarás en mis libros y conversaciones confidencias o testimonios de mi personal relación con Dios y con su misterio.

Sin embargo, te puedo asegurar que toda mi existencia nació, creció y se desarrolló en íntimo contacto con lo sobrenatural. Si el mundo fue mi banco de prueba, la fe fue mi respuesta como creyente. Acostumbraba afirmar: “En medio de las pruebas más duras se necesita una gran fe en Dios.” Esto lo decía a los demás. En primer lugar, a mí mismo.

 

Las certezas que me han sostenido

Siempre me ha guiado una certeza: en cada cosa he visto siempre una garantía de lo alto. Aún con la conciencia de mis límites, sentía arder en mi corazón el fuego del siervo bíblico, la vocación del profeta que sabe que no puede sustraerse a los designios divinos. Aún cuando hablaba de mis “sueños”, no usé el término bíblico de “anunciación”. Sin embargo, siempre consideré que fueron auténticos avisos de lo alto que debía valorar con prudente humildad y escucha confiada. 

 

Cuando, en los años de mi plena madurez, releía mi experiencia apostólica, experimentaba en mí una especie de vértigo, de estupor evangélico que me hacía exclamar: “Yo era un pobre sacerdote, solo, abandonado por todos, mucho peor que solo, porque era despreciado y perseguido; tenía una vaga idea de que hacía el bien… Parecía entonces un sueño el pensamiento del pobre sacerdote. Sin embargo, Dios hizo realidad los deseos de aquel pobrecito. A duras penas sabría explicar cómo se llevaron a cabo las cosas. Ni siquiera yo mismo me doy cuenta. 

 

Lo único que sé es que Dios así lo quería.

Y animaba a mis primeros Salesianos, que yo había criado desde muchachos: “El Señor espera de ustedes grandes cosas. Lo veo claramente. Dios ha comenzado y continuará sus obras, en las que todos ustedes tendrán parte. El Señor fue quien comenzó las cosas. Él mismo dio el empuje y el incremento que tienen. Con el pasar de los años él las sostendrá. Las conducirá a su realización. Dios está dispuesto a hacer grandes cosas. Solo una cosa nos pide: que no nos hagamos indignos de tanta bondad y misericordia”.

 

Me dejaba guiar por una frase oída muchas veces de los labios de mi madre: “Estamos en las manos del Señor, quien es el mejor de los padres, que vela continuamente para nuestro bien, y sabe lo que es mejor para nosotros y lo que no lo es”.
Se necesitaba una buena dosis de fe, de valor y de abandono en la Providencia del Señor; esta no nos faltaba, aún cuando hacia el final de mi vida confesaré: “Si hubiera tenido cien veces más fe, habría hecho cien veces más de lo que he hecho”.

Enfrentaba la vida con todos los desafíos que me presentaba con serena y filial confianza en el Señor. A mis muchachos les escribía en 1847 en aquel libro de oraciones y de formación cristiana que había titulado El Joven Instruido y que se estaba transformando en un auténtico bestseller por su estilo y contenidos acertados: “No estás en el mundo solo para disfrutar, hacerte rico, comer, beber y dormir, como lo hacen las bestias, sino que tu fin es amar a tu Dios”. 

 

Describía al cristiano como “un viajero en camino hacia el Cielo”. Para mí, el Señor y el Cielo se equivalen sustancialmente. De hecho quería que mis jóvenes fueran “felices en el tiempo y en la eternidad”.  Cuando hablaba de Dios como “Padre misericordioso y providente”,  mi oración cambiaba de tono: en general, era una oración simple y cordial, sin excesivas inflexiones de voz. Pero cuando pronunciaba las palabras Padre nuestro, las decía con un acento que – y me lo referían con sencillez los presentes – traducía una insólita conmoción del corazón. 

 

Había llorado la muerte de mi papá Francisco con el inocente y desgarrador dolor que solo es capaz de manifestar un niño que no había cumplido dos años de edad.
Esa muerte me introdujo en el misterio de un Dios que no abandona jamás a sus hijos. Desde los primeros años de mi vida me relacioné con él como con un padre bueno y misericordioso. Sugería siempre: “Pongamos nuestra confianza en Dios y sigamos adelante”. Esta confianza me hacía decir: “Para obtener un buen resultado cuando no hay recursos, es preciso ponerse en acción con entera confianza en el Señor”.

 

Un compromiso para siempre

Te quiero revelar algo de mi mundo íntimo. Talvez es uno de los rarísimos destellos de luz en que me he revelado a mí mismo. Lo hago con las mismas palabras que escribí en el 1854. “Cuando me entregué a esta parte del sagrado ministerio, entendí consagrar toda fatiga a la mayor gloria de Dios y en favor de las almas, entendí dedicarme a hacer buenos ciudadanos en esta tierra para que fueran un día dignos habitantes del Cielo. Dios me ayude para poder continuar hasta el último respiro de mi vida. Así sea”.


Son palabras comprometidas que se transformaron en el programa definitivo de toda mi existencia, a las que no he fallado jamás. Tan es así que, en la presentación del libro El Joven Instruido, pude hacer una afirmación muy valiente, pero sobre todo verdadera:“Queridos amigos, los amo a todos de corazón, y basta que sean jóvenes para que los ame mucho, y les puedo asegurar que encontrarán libros estimulantes escritos por personas mucho más virtuosas y doctas que yo, pero difícilmente podrán encontrar a alguien que los ame más que yo en Jesucristo, y que desee su felicidad”. 

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