RM1 Volviendo de Barcelona y de París

Esa noche de 12 de mayo de 1886 había llegado a Grenoble cansado y deshecho tras un largo viaje que, en tres meses, me había llevado de Turín a Francia y España. Auténtico tour de force, porque en Roma la construcción del templo en honor del Sagrado Corazón no adelantaba por falta de fondos. 

Había sido amablemente recibido por el rector del seminario quien, preocupado al ver mi lamentable agotamiento, me había dirigido fraternales palabras de aliento: “Padre reverendo, nadie mejor que usted sabe cuánto el sufrimiento santifica”. A lo que yo me había permitido corregirlo, afirmando que “lo que santifica no es el sufrimiento, sino la paciencia”. No era una frase dicha solamente por decir, era la síntesis de mi existencia, trabajada y sufrida: 71 años que pesaban en ese momento en mis hombros y me habían reducido a “un ser muerto de cansancio”, como pocos días antes me había definido el autorizado Dr. Combal en Montpellier, cuando había venido a visitarme, repitiendo las mismas palabras que me había dicho en Marsella en marzo de 1884.


Una charla familiar y algunas revelaciones

Recuerdo que a mis salesianos les había explicado en una charla el significado de la palabra “paciencia”, y lo había hecho refiriéndome al verbo latino “que significa padecer, sufrir, hacernos violencia”. Y subrayaba con mucho realismo: “Si no exigiera trabajo, ya no sería paciencia”. Después añadía: “Hace falta mucha paciencia y, mejor dicho, mucha caridad enriquecida con el condimento de san Francisco de Sales: la dulzura, la mansedumbre”. 

 

Fundándome en la experiencia que estaba haciendo y con una apertura que sabía aceptada, anticipaba una espontánea objeción de ellos y me abría confiadamente diciendo: “Me doy cuenta yo también que cuesta. Y no crean que sea la cosa más agradable del mundo quedarse toda la mañana clavado dando audiencia o quieto en la mesa la tarde entera para despachar todos los asuntos, las cartas etc. Les aseguro que muchas veces yo también me iría con mucho gusto a respirar aire puro y tal vez buena falta me haría… No crean que no me cuesta también a mí, después de haber encargado a alguien un asunto o tras haberle confiado un asunto delicado o urgente, no hallarlo ejecutado tempestivamente o encontrarlo hecho mal, no me cueste también a mí mantenerme sereno: les aseguro que a veces hierve la sangre en las venas, un hervidero domina todos los sentidos. ¿Pero qué? ¿Perder la paciencia? ¿Qué se saca? No se obtiene que la cosa no hecha se haga, ni tampoco se corrige con la furia”. Y acababa con un pensamiento muy querido para mí: “Lo que sostiene la paciencia debe ser la esperanza. Esta nos sostenga, cuando la paciencia quisiera faltarnos”.

 

Más de una vez me he dado cuenta que no he sido comprendido, antes bien, alguien me ha criticado duramente por el método con que (especialmente en los primeros años) formaba a mis futuros salesianos. Puedo justificarme afirmando que estaba roturando un camino nuevo. Llevaba adelante una experiencia enteramente diversa, pero no caminaba a ciegas. Me bastaba prudentemente lo posible, aunque la mirada mía se dirigiera más allá. Algunas décadas más tarde, volviendo a leer el camino recorrido y recordando los desafíos enfrentados, decía: “Muchos clérigos por la mañana se quedaban en la cama, algunos no iban a clases, no se hacía la lectura espiritual, ni la meditación…Yo veía todos esos desórdenes y dejaba que se continuara como se podía. Si hubiera querido eliminar todos los desórdenes de una vez, habría debido cerrar el Oratorio y despachar a todos los muchachos, porque los clérigos no se habrían adaptado a un serio reglamento y se habrían ido todos. Yo veía que de esos clérigos, también despistados, muchos trabajaban con gusto, tenían buen corazón, óptima moralidad y, superado ese espasmo de juventud, me habrían luego ayudado mucho. Y debo decir que varios de los sacerdotes de la Congregación, que eran de ese número, ahora están entre los que trabajan más, que tienen el mejor espíritu eclesiástico, mientras entonces se habrían ciertamente retirado antes que sujetarse a ciertas reglas restrictivas… Si para que todo marchara perfectamente me hubiera reducido a un pequeño grupo, no habría concluido nada”.

 

El arte de saber esperar

Como buen campesino había sabido esperar, aprendiendo a practicar la lección de la paciencia. Recordaba haber escuchado muchas veces de mi mamá el refrán, lleno de sabiduría, “Caminando se le compone la carga al burrito”. Era el sistema de transporte más común, seguro y económico. Se distribuía el material, en partes y pesos iguales, a los costados del animal, en dos alforjas o cestos. Durante el viaje, los inevitables sacudones acababan por arreglar definitivamente la carga. Este recuerdo de mi infancia me hacía decir más tarde: “Cuando yo encuentro una dificultad hago como el que, yendo por el camino, lo encuentra bloqueado de repente por una gruesa piedra. Si no logro eliminarla, le paso por encima o le doy la vuelta. De otra forma, dejando sin terminar el trabajo comenzado, para no perder inútilmente tiempo esperando, echo mano inmediatamente a otra cosa. Pero nunca pierdo de vista lo que interrumpí. Mientras tanto, con el tiempo las cosas maduran, los hombres cambian, las dificultades se allanan”.

Hacia el final de mi vida, aumentando el número de los hermanos, se había vuelto imposible escribir personalmente dos renglones a cada uno de ellos. Dirigí a todos mis salesianos una circular para desearles un año bendecido por el Señor y rico de numerosas iniciativas. En 1884 (6 de enero) escribía: “¿Queremos ir al Cielo en coche? Nos hicimos religiosos no para gozar, sino para ganarnos merecimientos – a través del sacrificio – para la otra vida. ¡Animo, por tanto, queridos y amados hijos, adelante! Nos exigirá trabajo, nos costará sudores: nosotros contestaremos. Si nos atrae la magnitud del premio, nada pueden asustarnos las fatigas que debemos enfrentar para merecerlo”.

En Valdocco la muerte estaba en su casa. Pero no reinaba el clima tétrico, de plomo, descrito por ciertos autores. Cada mes les ofrecía a mis chicos y a los salesianos el Ejercicio de la Buena Muerte, una práctica de piedad que ya existía. Era como zambullirse en el misterio solemne de la eternidad. Yo, el educador de la alegría y de la sana diversión, predecía con mucha naturalidad las muertes inminentes de muchachos, no para asustarlos, sino para aumentar su amor a la vida. Lograba difundir la paz también cuando hablaba de la muerte, porque la última palabra era sobre el paraíso. De él hablaba como un hijo habla de la casa de su propio padre. Los muchachos que morían en Valdocco hablaban con sencillez y convicción del paraíso como de su casa, aceptaban encargos de los compañeros y de los mismos educadores, exhalaban el último aliento con la sonrisa en el rostro. Recordaban sin duda una frase que yo amaba repetir: “El paraíso lo paga todo”. La muerte se volvía una irresistible llamada a la bondad de un Dios que perdona, que acoge a sus hijos y hace fiesta con ellos.

Gracias a mi formación no era muy inclinado a aceptar formas exteriores de penitencias exageradas. Tuve que frenar a ese santo muchachito llamado Domingo Savio y le prohibí cualquier tipo de mortificación. Le permití solo “soportar con paciencia los insultos si alguien te insultara, soportar con paciencia el calor, el frío, el viento, la lluvia, el cansancio y todas las dificultades de salud que Dios permitirá”. Era lo que aconsejaba a todos: “Para copiar en sí mismo los padecimientos de Jesús, los medios no faltan: el calor, el frío, las enfermedades, las personas, los acontecimientos. Contamos con los medios para vivir mortificados”. Sintetizaba mi pensamiento con esta expresión: “La cruz no es suficiente besarla; hay que llevarla”.

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