rector Es el primer antiguo alumno salesiano declarado bienaventurado por la Iglesia. Cuando fue beatificado escribí: “La beatificación de Alberto Marvelli es un llamado a encontrar el camino de la santidad en la familia, en la profesión, en la política; pero es también un reconocimiento de la educación salesiana, capaz de formar santos”. Ésta es la grande convicción y experiencia personal de Don Bosco, sacerdote educador y formador de  jóvenes santos.

Alberto, aún antes del llamado del Vaticano II a los laicos para su empeño en la sociedad, reafirmó la vocación de laico comprometido en el mundo,  considerando esto no como algo negativo, sino como la viña del Señor en la cual trabajar con competencia y amor, según los criterios de Dios indicados en el Evangelio. Realizó así su propia santidad en el estudio, en el trabajo, en toda situación en que se iba encontrando por elección o llevado por los acontecimientos. Martelli vivió en la historia del mundo, colaborando con valentía y amor para transformarla en historia de salvación para todos. No es diferente nuestra vocación y misión en este mundo.


La de Alberto Marvelli es una vicisitud que halló su terreno de cultivo y crecimiento en el oratorio salesiano de Rímini, en la parroquia de Santa María Auxiliadora. La llamada de Dios pasó a través de la fe de su familia y a través de un ambiente rico de vida y de propuesta cristiana como es el oratorio salesiano, en donde el ejemplo y la atracción de Domingo Savio fueron muy fuertes y contagiosos. Alberto rezaba con recogimiento, daba clases de catecismo con convicción, demostraba celo, caridad, serenidad, pureza. Descolla entre los muchachos del oratorio por virtudes no comunes y por la aparente facilidad y naturaleza con que hacía las cosas más difíciles. La matriz de su formación humana, apostólica y espiritual fueron salesianas. Tenía solo 15 años; pero los salesianos comprendieron que se  trataba de buen material: llegó a ser delegado de Aspirantes y generoso animador del oratorio. Trabajó con total esmero entre los jóvenes, animándolos con una apropiada visión del juego y de la diversión. Era inteligente, enriquecido con una buena memoria, pacífico aunque vivísimo, fuerte de carácter, generoso, animado por un profundo sentido de responsabilidad y justicia. Gracias a sus cualidades humanas gozó de un fuerte ascendiente sobre los compañeros, y todos lo apreciaron por sus virtudes.

Pese a ello, Marvelli no nació con alas y aureola, la conquista de sí mismo sería gradual y difícil. En este clima maduró su elección fundamental de pertenecer a Jesús y seguirlo.  Escribió en su Diario: “No puede haber un camino intermedio, no se pueden conciliar Jesús y el demonio, la gracia y el pecado. Pues bien, yo quiero ser todo de Jesús, todo suyo. Si hasta ahora estuve algo incierto, ahora ya no debe haber incertidumbre, el camino está tomado: sufrirlo todo, ya no pecar. Jesús, antes morir que pecar. Ayúdame tú a cumplir esta promesa”.

“Servir es mejor que hacerse servir. ¡Jesús sirve!” – siguió escribiendo en su Diario. Es con este espíritu que enfrentó sus pesados compromisos cívicos. Alberto llegó a ser un apasionado reconstructor de la ciudad, no ahorró energías porque adviertía y sufría las necesidades, urgencias y desesperación de la gente. Empeñado en la difícil tarea de la construcción de la ciudad terrenal, alguien lo reprendió diciéndole que habría debido dedicar más tiempo a las actividades eclesiales. Alberto contestó con sencillez: “También esto es apostolado”, afirmando así nuevamente su vocación de laico comprometido en el mundo. Sintió y vivió su empeño en la política como un servicio a la colectividad organizada: la actividad política podía y debía llegar a ser la expresión más alta de la fe vivida. Alberto en los últimos sirvió al Señor. Estaba con él especialmente en los momentos de oración, de su diálogo con Dios, al cual se elevaba llevando en el corazón a los pobres, sus hermanos más amados.

En el verano de 1946, tras larga reflexión, decidió su vocación, que en los años anteriores había oscilado entre una consagración religiosa y el sacerdocio. Entonces decidió: formaría una familia y le pediría a Marilena Aldé, de Lecco, que fuera su compañera.  La había conocido en Rímini durante las vacaciones de la secundaria superior enlazando con ella una fuerte amistad espiritual. Le declaró su intención de viva voz, luego le escribió una larga carta el 27 de agosto: “…desde el lunes que he sentido nuevamente latir mi corazón por ti, después que te he visto siempre hermosa y con los ojos algo tristes, pero tan bondadosos. ¿Podría ser ésta la llamada que está despertando el amor?”. La carta no tuvo respuesta. También para este dolor Alberto estuvo preparado: “Amo demasiado al Señor para rebelarme o llorar sobre su voluntad… a esta voluntad debemos sacrificar la satisfacción de nuestros deseos e ideales terrenales”.

La vida de Alberto es un fuerte llamado, sobre todo a los laicos, para “testimoniar la fe a través de las virtudes que son específicas de ellos: la fidelidad y la ternura en la familia, la competencia en el trabajo, la tenacidad en servir el bien común, la solidaridad en las relaciones sociales, la creatividad en emprender obras útiles a la evangelización y a la promoción humana. A ellos les corresponde también mostrar – en estrecha comunión con los Pastores – que “el Evangelio es actual y que la fe no sustrae el creyente a la historia, sino que lo sumerge más profundamente en ella”, como escribió Juan Pablo II.

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