La pasión y muerte de Jesús - BSCAM En esta sencilla reflexión contemplamos la Pasión y la Muerte de Jesús, que, unida a su Resurrección, constituye el centro de nuestra fe.

Ante todo, su certidumbre histórica. No sólo porque aparece en todos los evangelios y en los demás libros del Nuevo Testamento, al grado de que alguien ha definido los evangelios “relatos de la Pasión de Jesús, precedidos por una larga introducción”; sino también porque, como afirma un filósofo no creyente, Ernst Bloch, “el nacimiento en una gruta, y la muerte en una cruz no son cosas que se inventan”: a nadie le gustaría decir algo semejante acerca del Fundador de su religión, si no fuera auténticamente real.

Sin embargo, más allá de esta certeza histórica, la pregunta que los cristianos nos hemos hecho a lo largo de veinte siglos de la historia de la Iglesia, es inevitable: ¿Por qué murió Jesús, el Hijo de Dios, en la Cruz?
A esta pregunta fundamental, la Revelación bíblica en el Nuevo Testamento nos ofrece una respuesta que puede parecer, a primera vista, incómoda e incluso desconcertante.

Ante todo, subraya su necesidad. La palabra griega dei (deiedei, que significa es/era necesario, aparece en muchísimos textos del NT que hablan de la muerte de Jesús. Por citar algunos de los más conocidos, en el diálogo de Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo, que constituye un parteaguas en el evangelio de Marcos, leemos: “(Jesús) comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31; cfr. textos paralelos Mt 16, 21 y Lc 9, 22). Dicha necesidad, que refleja una convicción de la primitiva Iglesia, aparece tanto en los relatos evangélicos durante la vida de Jesús (podemos ver, igualmente, Lc 17, 25; Lc 22, 37; y en el contexto joánico, en Jn 3, 14), cuanto sobre todo en la “relectura pascual” de la muerte del Señor, cuya expresión más breve aparece en las palabras del Compañero desconocido a los discípulos de Emaús: “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?” (Lc 24, 26); poco más adelante, al encontrarse con los discípulos, el Señor resucitado les recuerda: “Estas son aquellas palabras mías que os dije cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” (Lc 24, 44).

A primera vista, este tema parece contrastar con la imagen que tenemos de un Dios omnipotente; pero aún más si lo consideramos como el Dios que es Amor: ¿no podía “ahorrarle” a su Hijo esta humillación y sufrimiento?

Tratando de profundizar teológicamente en esta necesidad, podemos hablar de tres nivele
Un nivel, por decir así, universal: era necesario que Jesús muriera, porque asumió plenamente nuestra condición humana: si no hubiera muerto, en el fondo no habría sido auténtica y total su Encarnación: “Por tanto, como los hijos comparten la sangre y la carne, así también compartió Él las mismas” (Hebr 2, 14). En este primer nivel, encontramos al Hijo de Dios hecho hombre acompañando a todo ser humano que reconoce, como certeza absoluta y universal, que un día habrá de morir.

Sin embargo, no todo ser humano  muere en la flor de la edad, y menos todavía asesinado en una cruz: por ello, esta “necesidad universal” no agota toda la profundidad de la perspectiva bíblica. Es necesario hablar de un segundo “nivel”, que podemos llamar particular, en el cual Jesús no está rodeado de toda la humanidad, sino sólo de un grupo pequeño, pero relevante al máximo, de hombres y mujeres que han dado la vida como consecuencia de una causa, siendo coherentes con ella hasta la muerte, la cual, según los criterios del egoísmo humano, se ha vuelto necesaria respecto de ellos/as. Indudablemente, se trata de personas de muy diferente procedencia y mentalidad, pero acomunada por esta radical coherencia. Un texto bíblico que refleja este nivel lo encontramos claramente en las palabras de Caifás: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (Jn 12, 49b-50).

Pero tampoco aquí podemos quedarnos, si queremos ser fieles a la Revelación. Hay innegablemente un tercer nivel, en el que Jesús no está acompañado de toda la humanidad, ni siquiera sólo de la élite de los héroes: Jesús no es un “héroe trágico”. En el tercer nivel, que podemos llamar único, encontramos sólo a Jesús. En el fondo, esta necesidad remite, casi como una expresión perifrástica, a la Voluntad del Padre. El texto evangélico más impresionante a este respecto lo encontramos en la agonía de Jesús, en el huerto de Getsemaní: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para Ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mc 14, 36; cfr. Mt 26, 39.42.44; Lc 22, 41-44 -¡sudando sangre!-).

Esta diferenciación de niveles, por una parte ayuda a ubicar los diversos elementos que entran en juego en la muerte de Jesús: por ejemplo, la traición de Judas (cuya complejidad no podemos abordar) se ubica en el segundo nivel, no en el tercero, como si se tratara simplemente de un “instrumento de Dios” para realizar su Plan de salvación (en tal caso, habría que canonizarlo); pero por otra parte, se vuelve modelo y paradigma para leer, comprender y asumir nuestras propias situaciones a la luz de la Cruz de Cristo, en la cual encontramos, en forma inseparable, el crimen más grande de la humanidad (2° nivel) y la expresión suprema del Amor del Padre (3° nivel). ¿Quién podría indicar dónde termina uno, y dónde comienza el otro?

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